martes, 26 de abril de 2016

EL AMARRE (Cuarta Parte-Fin)




EL AMARRE (Cuarta Parte)-Photography by Marko Popadic




Cuidado con lo que piensas, precaución con lo que deseas, serenidad a la hora de lo que pides al universo y los medios que  utilizas para adquirirlo: él se puede encargar de concedértelo estés equivocado o no. Eres lo que piensas, lo que sientes y si no eres consciente de ello, si no intentas poner freno o control a tus energías negativas, ellas te controlaran a ti.



EL AMARRE (Cuarta Parte-Fin)


José Luis miró a Pilar fijamente con aquellos ojos profundos y ligeramente extraviados bajo unas cejas anchas, densamente pobladas. Poniendo una mano en su hombro, le explicó nuevamente:

-Tenemos un Dios sexual, una religión sexual con un líder sexual -aclaró, tocando el pecho izquierdo de ella para recalcarlo- y un séquito de seguidores muy sexuales. El culto satánico en la actualidad, era en la mayoría de las ocasiones asociaciones o sectas como aquélla, en las que se practicaba el esoterismo y el sexo a discreción.

 -Lo sé. Ya me lo has dicho muchas veces -contestó sumisa al Oficiante.

-Éste es el momento. Hasta ahora sólo has vislumbrado el poder del dios verdadero, el único señor. Ha llegado la hora de que partícipes en una auténtica misa negra, y no en pequeños rituales introductorios. Si no te interesa este no es tu sitio –presionó, entrecerrando los ojos. 


A Pilar le gustaba la sexualidad. El prostituirse esporádicamente habría supuesto una verdadera fuente de placer y de dinero. Desde que descubriera aquella faceta de su personalidad, había mantenido numerosas relaciones con clientes escogidos, siempre a su gusto. Nunca feos, ni repulsivos. Ella se consideraba en condiciones de elegir. El dinero había vuelto a sus manos, la penuria parecía haber quedado atrás.


La comunión de integración sectaria se centraba mediante aquellas reuniones y su participación ritual. En este punto, estuvo a punto de echarse atrás, porque una parte de ella quería seguir adelante, mientras que otra, adormecida, le repetía: "esta gente está aún peor que yo”. 


-Es el comienzo... Si consigues unirte fuertemente a nosotros, pronto verás los resultados. Antonio, tu amado -susurró con malignidad disimulada- estará cada vez más cerca cuanto más partícipes; tu madre estará tu merced para siempre. No volverá a dañarte; tú serás su dueña.

Aquella noche Pilar recordó el momento -años antes- en el que Antonio le había regalado una alianza de oro -la que había empeñado- con el propósito de comprometerse para siempre y reafirmar su relación. "Volverás a mí -pensó convencida- y cumplirás tus promesas." 


Pilar bajo con lentitud las escaleras del sótano. Ligeros murmullos, susurros en lenguas desconocidas aleteaban el aire creando un ambiente hipnótico, monótono. Exteriormente la casa parecía normal, una de tantas. Nada hacía imaginar lo que frecuentemente escondían sus paredes. Al ser simplemente una novicia, había sido conducida a ella con los ojos vendados. En el interior del vehículo, había sentido como el ruido de los coches se amortiguada y quedaba atrás, como pasaban los minutos sin forma y como el camino se iba haciendo más abrupto. Previsiblemente, el centro de reunión se encontraba a las afueras de la ciudad, escondido. El resto de sus sentidos parecían encontrarse sobrestimulados, atentos a la más mínima percepción. Sólo le quitaron la venta cuando se encontraron en el interior de la casa, frente a la puerta conducía a la reunión.

Hacía frío. Encabezada por dos acólitos, penetró en una cámara situada al fondo de un largo pasillo. Ya se encontraban reunidas unas quince personas, la mayoría conocidas. Al igual que ella llevaban unas túnicas negras con capucha. Antes de descender, un atractivo muchacho de ojos tristes las había ido entregando a junto a un cirio negro. Mientras aguardaban la aparición de José Luis -el Oficiante- y de sus acólitos, Pilar se fijó en cada uno de los detalles de aquel cubículo. Una vieja mujer situada a la izquierda, a la que no conocía, se aproximó para explicarle todo cuanto veía. Con ropajes normales, sin su capucha, en la calle, hubiera parecido una adorable ancianita a la que cualquiera se hubiera ofrecido a cruzar la calle o recoger del suelo la bolsa de la compra que se hubiera escurrido de sus artríticas manos. En cambio, allí se parecía a las brujas de los cuentos infantiles que había leído de pequeña. Posando sus sarmentosas manos sobre ella, acariciando suavemente su hombro, fue señalando los diversos artefactos que conferían el ritual. Algunos de ellos ya le eran familiares. En la mesa que servía de altar debía extenderse la joven que serviría de víctima propiciatoria. Los antiguos altares de los rituales infernales siempre habían estado formados por seres vivos. El instinto natural era el fundamento en que ellos basaban sus expectativas. En el ara, se centraría en toda la atención de los asistentes. Una armoniosa voz -la de la anciana- le recordó el simbolismo del crucifijo fálico me encontraba sobre el altar y el de los cirios negros y blancos a cada lado. 

-Los negros -comenzó- representan la luz de Lucifer que, según las escrituras, era portador de la luz, del conocimiento, de la llama viva, del deseo ardiente, de las llamas del pozo insondable -añadió con solemnidad-. En la misa negra sólo se pueden usar cirios: de los blancos y negros. Se pueden prender tantos cirios negros como se necesiten.

Uno de los negros, de mayor tamaño, se encontraba la izquierda del ara, a la derecha, el blanco. El primero representaba el poder de las tinieblas; el otro, la hipocresía de los magos blancos y sus seguidores. Los azabache tenían la finalidad de conseguir el poder y el éxito de los participantes, empleándose para consumir los pergaminos de las bendiciones satánicas. El blanco se usaría para lograr la destrucción de los enemigos. En una mesa lateral divisó, ensimismada, una bellísima espada que, bajo la luz cobraba una tonalidad casi dorada, refulgiendo como si estuviera dotada de vida. El mango, de color amarillento, parecía de hueso. La coparticipante, a la que no pudo ver el rostro pero que reconoció por la voz, se inclinó sobre su espalda susurrándole al oído:

-El poder de la espada es una fuerza agresiva, es como una extensión plagada de intensidad del brazo que el Oficiante emplea para sus gestos. 

Durante los rituales, José Luis no era tal; investido por el poder y el respeto, era en aquellos momentos el Oficiante.
Pilar reconoció el ídolo de oro de Baphomet –también llamado Cabra Infernal, Cabrito Negro o Chivo Expiatorio- que se encontraba sobre la mesa. Una cabeza de repulsiva fealdad, con barba y cuernos en la cabeza, destacaba sobre un cuerpo deformado retorcido. La figura, representaba a los poderes de las tinieblas combinados con la potencia creadora de la cabra.
     José Luis apareció al fin, provocando un murmullo entre los asistentes. Pilar se sintió impresionada. Jamás hubiera imaginado que se presentará ante ellos con aquella aureola de poder. Bajo su túnica abierta de color rojo, se encontraba desnudo. A cada movimiento, a cada gesto, mostraba sus carnes, sus piernas, su torso, sus ingles... Su modesto pene se encontraba en semierección. Le acompañaban dos ayudantes jóvenes, en medio de los cuales iba una desnuda adolescente de apenas dieciséis años. Mientras se preparaba para la ceremonia, los acólitos tendieron a la chica sobre la mesa trapezoidal. Pilar cálculo que tendría un metro de altura por cuatro de diámetro. La doncella quedó inmóvil sobre ella. Por la mente de Pilar se cruzó el temor de que la sacrificaran realmente. Como si leyera sus pensamientos, la anciana le dijo:

-Es prácticamente imposible que el sacrificio se efectúe hasta el final -siseó. 


-¿Prácticamente? -exclamó Pilar en voz baja.

Entonces su mente quiso escapar de allí, pero no lo logró. Se encontraba en aquella situación por unos motivos concretos; fuera como fuera tenía que llegar hasta el final. No podía defraudar a José Luis. Está subyugada. Uno de los ayudantes agitó las campanillas nueve veces, girándolas en dirección contraria a las agujas del reloj, dirigiendo los toques a los cuatro puntos cardinales. Su sonido, alto y estridente, generó el silencio más absoluto en la estancia. Tradicionalmente el gesto se efectuaba al inicio de la ceremonia con el fin de purificar el ambiente de todo sonido externo, y nuevamente al finalizar el mismo para actuar como indicador de la petición conseguida. El ritual iba a comenzar. El Oficiante tomó la espada y la dirigió durante unos segundos a la figura del Baphomet; luego, apuntó con ella al norte, al sur, al este y al oeste, citando palabras extrañas que ella no logró entender del todo, pero que la estremecieron. Terminada la introducción, se dirigió hacia los congregados. Durante unos instantes interminables escrutó los rostros de todos y cada uno de ellos. Cuando fijó su mirada en Pilar, ésta sintió como si la sangre se helara en sus venas: sintió miedo, terror. Nuevamente deseó escapar. 

-¡Hermanos míos en Satanás! –declamó José Luis-. Estamos esta noche reunidos una vez más para ayudarnos y conseguir que en nuestro Señor nos apoye en lograr todos nuestros deseos y propósitos. Todos aquellos que han de realizar alguna petición -prosiguió- avancen y depositen los pergaminos con sus súplicas en manos de los acólitos.

Varias personas avanzaron. Pilar contempló el suyo, fabricado como los otros con piel de oveja en el que había expresado sus amores y sus odios. Era el medio -según explicaron- por el que el escrito podía ser consumido en el cirio blanco y ser enviado al otro mundo tras ser leído por el Oficiante. En su irracionalidad, Pilar dio un paso al frente, y luego otro, y así hasta que entregó el rollo. Al contemplar el rostro del encapuchado quedó prendada en sus ojos. Era Jaime, uno de los primeros compañeros que había conocido y que le habría apoyado amistosamente. El deseo ascendió desde sus ingles. La mirada verde le correspondió con una enigmática respuesta que no supo entender. La mesa lateral disponía ahora las peticiones, cuidadosamente colocadas. El sacerdote continuó. 

-Antes de iniciar este acto de la misa negra, ruego a todas las personas asistentes que no crean interiormente o que alberguen dudas que salgan de esta sala. Sus mentes podrían perjudicar seriamente el desarrollo y resultado de este ritual. 

Pilar pensó que una puerta se abría ante ella, pero comprendió que tal sugerencia era más que un puro formalismo que una opción real. Aunque ya no estaba segura de encontrarse preparada, no podía escapar. El Oficiante realizó una pausa teatral, haciendo gala del magnetismo con el que atraía a sus incondicionales, que esperaron con respiración entrecortada. Nadie se movió. Con voz generosa y transfigurada expresión en la que parecía haber rejuvenecido diez años, comenzó a recitar:

-¡Bendito sea Satanás, bendito sea Lucifer, bendito sea en todas las criaturas demoníacas del Averno que no es conceder su apoyo y poder desde los abismos infernales! Los creó para que fuéramos impuros y faltos hipocresía ante él, en él tenemos redención por medio de su sangre, con el perdón de todas nuestras transgresiones. Nos da a conocer su maldad para el cumplimiento de los tiempos, y mediante él nos es dada la herencia maligna que debe asolar el mundo para que resplandezca la verdad de los crímenes cometidos por los honrados y puros. ¡Gloria a Satanás! 

Los concurrentes, como accionados por un resorte invisible, encendieron sus cirios. El sacerdote se aproximó al altar. Sus ojos resplandecían ante el reflejo de las velas con un fulgor sádico, impredecible. Se inclinó para besar los pechos de la joven víctima. Ella no se resistió, sino que con un latigazo de sensaciones se arqueo ligeramente. Uno de los acólitos le entregó una copa enorme, el Cáliz del Éxtasis  Era de plata y su superficie envejecida por los años mostraba complicadas figuras talladas. No podía ser de oro -recordó Pilar-, el color estaba reservado a las religiones y el Reino de los Cielos. La copa fue colocada encima del cuerpo desnudo.

-¡Hoc est enim corpus meun! -clamó José Luis. 

Con lentitud ceremoniosa, tomó un cuchillo que había sobre la mesa lateral y procedió a rasgar la piel de uno de los senos desnudos de la drogada joven que, aparentemente, ignoraba lo que estaba sucediendo. De la limpia herida manó un hilo de sangre que fue resbalando morbosamente hasta ser recibido en el cáliz. Luego, él hizo lo mismo en su propio brazo izquierdo tras subirse las mangas de la túnica. Pequeños cortes cicatrizados evidenciaban que había repetido el acto en innumerables ocasiones. No se inmutó. Su rostro permanecía impasible. La nueva sangre fue mezclada en la copa con la anterior. La tomó con ambas manos y, sacando de la misma una especie de oblea, murmuró sobre ella unas palabras desconocidas. Se la comió. Con respeto similar al prestado a los reyes, se inició el desfile de los presentes, arrodillándose ante él para recibir la hostia impura de sus manos. Pilar no pudo evitar expresar una mueca de repugnancia ante todo lo que acababa de ver. Su psicología, por todos aquellos deberes y dolores morales, reales o imaginarios, se disgregó. Los sahumerios  alimentados con la mezcla de varias drogas alucinógenas desdoblaron lo que restaba de racionalidad y sensatez. Consciente del gesto sacrílego que iba a cometer, pero al tiempo incapaz de evitarlo, se incorporó a la fila. Por su mente pasearon los horrores que su psíquis enferma había padecido, las maneras que había utilizado para escapar de la dura realidad que era incapaz de aceptar. 

Pilar le miró, entreabrió los ojos y recibió en su lengua el producto del espanto que acababa de presenciar. Sorprendentemente, el sabor de la roja hostia blasfema era dulce, dulce como el pecado, como la venganza, como su esperanza de recuperar su amor perdido; dulce como aquellos labios que deseaba y que desde hacía años había intentado substituir inútilmente por otras bocas que no habían logrado satisfacerla. 

Pensó en su padres, en todo aquello que le enseñaron, en aquellas otras devociones olvidadas que tiempo atrás rechazó y que en ese momento quería recordar, en aquellas sutiles autotorturas mentales a las que se había expuesto. Recibía mensajes contradictorios.

Los incensarios despidieron oleadas de humo crepitante que entorpecieron aún más su consciencia. Algunos encapuchados se inclinaron sobre los braseros para inhalar con ansia los tóxicos aromas.

Sintió un calor que nacía de sus entrañas, un ardor que la hizo sudar copiosamente. Sin percatarse de lo que hacía se despojó de su túnica quedándose desnuda, como comenzaban hacerlo los demás, subyugada por la misma pasión alucinógena. Inflamada por unas pasiones irrefrenables consintió que la desdentada anciana que le había servido de instructora succionara sus pezones. Percibió sus cálidas encías desdentadas, el cómo apretaban sus pechos. Cerró los ojos. Numerosas manos comenzaron a palmear su cuerpo, ungiéndolo con un aceite caliente y viscoso que se deslizó lentamente hasta sus pies. Adormecida, entreabrió los ojos, deseando corresponder al placer proporcionado del que era centro.

Cuando se apercibió que su cuerpo estaba cubierto de sangre pensó que era suya. Al recordar una jofaina plateada se tranquilizó: entre nieblas recordó que habían sacrificado a una cabra. En los estertores de su mente adormecida quiso pedir perdón por lo que estaba haciendo, forcejeando con sus amantes anónimos.


Los ojos verdes a los que había entregado sus deseos apergaminados se plantaron ante ella. Fue penetrada brutalmente mientras que lenguas, pechos y genitales la acosaban. Con el orgasmo, el nexo con la realidad se esfumó. Con su renovado complejo de culpabilidad y afán de destrucción, se presentó con nitidez un amargo pensamiento: como si se encontrara maldita presumió que moriría pronto, que la parca la perseguiría y alcanzaría para llevarla a un lugar más horrendo que aquél. Se dejó mecer por aquellos que la rodeaban sintiéndose como una marioneta. Por primera vez, el hombre de ojos verdes fue investido con la imagen de Antonio, con los brazos de Antonio, con los besos de Antonio, con el miembro de Antonio, que fue sentido y experimentado con completa intensidad. 

El que al terminar el ritual fuera vendada de nuevo para que no supiera donde se encontraba la alivió someramente. Aún aturdida, no quiso mirar a nadie. No regresó a las reuniones y, a pesar del miedo, contra todo lo esperado, ninguno de sus componentes la buscó o se interesó por saber de ella. Por algún motivo intuía que ya no era necesaria…


La realidad o la falsedad de la secta demoníaca carecían de importancia. La validez o no del presunto rito satánico no era lo determinante. Al fallar las ayudas naturales, ¿no era lógico para ella acudir a las sobrenaturales? Para su mente enferma, transgredir aquel tabú fue demoledor, Sujeta desde su infancia a unas creencias y costumbres colectivas muy rígidas, escuchando de sus padres y abuelos terribles historias sobre la condenación; dominada por una profunda y permanente obsesión por la muerte, Pilar se perdió. Se creyó maldita, hechizada, embrujada y generadora de un proceso mortal. Un elemento nuevo había emergido: la demopatía, la creencia en los influjos demoníacos  Se había desatado en ella un proceso incontrolado de autosugestión marcado por alucinaciones tan reales como la vida. 

Se convenció de que la hostia sacrílega estaba liberando sustancias misteriosas que deterioraban su fisiología. En su nuevo universo, irreal y desfigurado, se sintió envenenada por dentro sabiendo que ya nada ni nadie podría ayudarla. 



-Te quiero Antonio -musitó Pilar con dulzura en la voz y odio en la mirada-. ¡Sabes que te quiero y que esto lo hago por nuestro bien! 

Antonio no respondió estaba amordazado con un pañuelo, atado y desnudo. 

-¿Por qué no me respondes? –interrogó ella con una sardónica sonrisa. 

Antonio quiso decir algo, suplicarle que le soltara, que le dejara en libertad, que le diría la verdad, que tuviera compasión… ¡Que dolía, que dolía mucho! Pero no se movió pues estaba amarrado y bien amarrado a las cuatro esquinas de la cama. La miró llorando, horrorizado, lleno de rabia y padecimiento; impotente, casi al borde del desvanecimiento. ¡Se sentía como un guiñapo, como un muñeco destrozado! En realidad era eso, un inmenso muñeco vivo y latiente.

Pilar, completamente desnuda, sentada al borde de la cama, le clavó lentamente hasta el fondo otro alfiler rojo junto a los tres que ya tenía entre la carne y la uña del pulgar de la mano derecha. Antonio apenas pudo retorcerse, todo su cuerpo parecía un inmenso corazón palpitante. ¡Si al menos pudiera gritar o desvanecerse del todo!

Pilar dirigió su mirada hacia el pasillo, regodeándose una vez más al ver el cadáver apuñalado de la que fuera su rival en vida. El final de su contrincante había sido rápido; la había acuchillado en el cuello nada más abrir la puerta de la villa sin dar oportunidad a los gritos. Había pillado a Antonio en una de sus frecuentes siestas y sobre él había vertido una mezcla concentrada de aquellas sustancias delirantes, inhibidoras de la voluntad que usara el Oficiante. Se había sobresaltado inicialmente, pero el efecto fue rápido, demoledor.

Como si de un inmenso muñeco de trapo, similar al que había utilizado meses atrás en sus infructuosos rituales, Antonio se encontraba inmovilizado y aseteado pacientemente por cientos de alfileres de color rojo, rojo pasión, rojo venganza, rojo muerte lenta por días de inanición, rojo sangrado por los intentos de cortarse el mismo las venas con las ataduras para acelerar el final inevitable. 

Pilar tomó un nuevo alfiler y mientras le atravesaba el glande marchito repitió lo mucho que le quería… Cuando anocheciera, a la hora sagrada, se tendería a su lado abrazándole; prendería fuego a la gasolina con la que había rociado la casa de la pareja y esperaría, no sabía muy bien cómo, a que las cenizas de ambos se entremezclaran y se dispersaran lo más lejos posible…. ¡Tal y como mandaba el propio ritual de desamor que ella misma había inventado y que solo aportaba dolor y destrucción a sí misma y a los que la rodeaban!