EL AMARRE (Segunda parte) |
Pilar, esperanzada, se dispone a cumplir sus deseos de recuperar a su amor adentrándose en un universo desconocido hasta el momento para ella.
EL AMARRE (Segunda Parte)
El pequeño obsequio consistió en un decorativo incensario de madera con
incrustaciones de latón para quemar varillas de incienso con aroma a sándalo,
también incluidas. Pilar agradeció el insignificante detalle, comparado con los
cerca de trescientos euros que había pagado por la consulta y los componentes
para hacer el ritual de separación y
amarre.
Pensando en la manera de llevar el ritual a
cabo discretamente y no en su casa, decidió alquilar una pequeña habitación en
una pensión de la calle Arenal, muy cerca de la Puerta del Sol. Consumado en su
propia casa, no podía efectuar los complicados sortilegios sin que su madre preguntara.
Con una pequeña maleta en la que había metido al azar algunas prendas de
vestir, entró en el cuarto. Era sencillo, antiguo pero muy limpio y con baño
privado. La dueña resultó ser una mujer agradable de mediana edad que, tras
preguntarle cuántos días pensaba quedarse, le entregó las llaves del portal, de
la pensión y de su cuarto para que entrara y saliera a su antojo. Sobre una desvencijada
cómoda, fue colocando todos y cada uno de los objetos que había comprado:
alfileres rojos, una pastilla de carbón vegetal, tres muñecos: uno negro, otro
rosa y el amarillo; una estampa de D.
Juan de Volteo -que no sabía quién era y
del cual desconocía su historia-, esencias,
velas y sahumerios. Los contempló alternativamente, recordando cómo
debía de utilizar cada uno de ellos. El sortilegio debía de llevarse a cabo comenzando en un martes. Ese tipo de trabajo era uno de los
adecuados para el caso en el que hubiera tres personas involucradas en el tema
amoroso; la pareja formada por Antonio y su mujer, y Pilar que disputaba el
amor del primero. Debía de separarlos antes de realizar el ritual de atracción
de Antonio. Ni siquiera consideró las implicaciones de tratarle como un objeto
sin voluntad; las consideraciones de “obligar” a alguien a querer sin la propia
iniciativa nacida del “alma”.
Se desnudó completamente y se lavó las manos con las
aguas correspondientes a aquel día, nombres vagos y extraños que no
significaban nada para ella pero en los que creía en esos momentos.
La habitación no contaba con mesa de
escritorio, así que depositando la lámpara en la cama, tomó la mesilla de noche
y la colocó de manera que le fuera más práctico proceder. Sobre la opción
elegida colocó un paño limpio de color blanco, unos de los azules, las tres
figuras, los alfileres rojos y recipiente con el carbón vegetal. Ungió las
velas con esencias oleosas de dudoso aroma, prendió el carbón y echó sobre él
varios sahumerios que comenzaron a
humear y crepitar. Ella se percató de que el olor podía llamar la
atención de alguno de los huéspedes o de la misma dueña de hostal, así que
abrió la ventana -que daba a un patio interior- de par en par. Bautizó, como si
fuera un sacerdote, a los tres muñecos. El negro se llamaría Elvira, el
amarillo a Alberto y el rosa llevaría su nombre: Pilar. Los pasó varias veces
por el humo, cada vez más denso, cada vez más crujiente a causa de las resinas
inflamables. Luego, con sumo cuidado para no quemarse, pasó uno de los
alfileres y lo clavó en la cabeza del muñeco que representaba a Antonio
mientras recitaba la oración que le habían entregado... En un papel, sobre la
tela, colocó las figuras de Elvira y Antonio juntas y la suya separada. Luego, se
lavó las manos con otra de las aguas.
De pronto cayó en el detalle de que, a la
mañana siguiente, cuando la dueña entrara a hacer la habitación, ésta se
encontraría de cara con toda aquella parafernalia. Explicó que deseaba que no
arreglarán su cuarto, ya que sus horarios podrían ser muy irregulares; no sabía
ni cuando se podía acostar o levantar. Pilar agregó que, por ello, no supondría ningún inconveniente asearlo ella misma. Sólo le quedó la
confianza de que la mujer cumpliera su promesa y no le venciera la curiosidad.
Aquella noche durmió convencida de que
los hados estaban ya trabajando, cumpliendo sus promesas mediante las ofrendas
que había realizado.
Ya miércoles,
salió de compras. Convencida de que para el éxito de la operación también
tendría que poner algo de su parte compró dos modelos atrevidos en una tienda carísima. No le importó el precio; tenía que
aparecer ante Antonio deslumbrante, sensual e irresistible. Su preferido estaba
compuesto por un pantalón de pitillo, estampado en colores muy vivos,
conjuntado con una camisa sin mangas anudada bajo el pecho, dejando ver su
vientre liso y suave. Pensando que el conjunto quizá fuera demasiado veraniego
para aquella época del año, pues estaba comenzando octubre, también adquirió una sobrecamisa
haciendo juego que le daba una gran facilidad de movimientos. Por la tarde
visitó varias zapaterías y tras probarse más de una docena de pares, se llevó cuatro.
En la pensión se probó todos los conjuntos, se contempló en el espejo,
ensayando posturas y andares, poniendo al día su feminidad.
El jueves, ansiosa, repitió el mismo proceso con las
aguas azules y las velas marrones. En esta ocasión, colocó el muñeco amarillo
entre los otros dos y separado de ambos, tras clavar en el segundo alfiler
rojo, en este caso en el corazón. Pilar soñó aquella noche que el verdadero
corazón de Antonio comenzaba a inflamarse de amor por ella, sintiéndose cada
vez más ajeno a su esposa.
El viernes descubrió que su tarjeta de crédito
se encontraba casi en números rojos. Decidida, fue a una casa de empeño y
compra de oro, tan populares en los últimos tiempos. Ella y el dueño regatearon
durante largo rato sobre el valor de una cadena de oro con un pequeño berilo,
un anillo también de oro y una pulsera. No sufrió demasiado al desprenderse de
aquellos recuerdos regalados por Antonio y que había conservado a lo largo del
tiempo. ¡Cuándo regresara a ella obtendría muchos más! Le dieron lo suficiente
para sus propósitos.
Fue a un salón de belleza. Le hicieron una limpieza de
cutis que dejó su piel tersa y resplandeciente,
la manicura y pedicua, se permitió un relajante masaje corporal y se
arregló el pelo de manera natural, sin complicaciones estilísticas. Hacía meses
que no cuidaba tanto su imagen y, hacerlo, levantó su autoestima y su seguridad
pérdidas desde el día en Antonio rompiera con ella. Al salir a la calle, la
gente volvía la mirada con admiración, algunos incluso la piropearon con mayor
o menor acierto y educación. Estaba hermosísima. Pensó que quizá hubiera una
manera de obtener algo de dinero de
manera fácil y rápida para ir tirando...
El sábado continuó con el ritual. Hizo lo
mismo que los anteriores, pero con las últimas aguas y unas de las de color
verde. Esperanzada, clavó el tercer y último alfiler en el vientre del muñeco
bautizado con el nombre de Antonio y le ató al rosa -el suyo-, con una cinta roja, dándole
tres vueltas y finalizando con tres nudos. Envolvió todos los componentes con
el trapo blanco, incluidos los amantes atados.
No había dudado ni un momento el lugar en el que debía determinar el ritual: la Casa de Campo. Sin problema alguno, salió del hostal y tomo el coche. Era noche cerrada. Durante el camino fue imaginando nuevamente todo aquello que supuestamente había sucedido durante los días anteriores. La dependienta le había asegurado que en el plazo de una semana su hombre se pondría en contacto con ella, regresaría a su lado con amor renovado y fogosa pasión. Cuando aparcó el vehículo y salió de el, se sintió intimidaba por la solitaria y silenciosa oscuridad. Hacía fresco. No le hubiera sobrado alguna ligera prenda de abrigo. Paso a paso se internó entre los árboles, mirando detenidamente alguno de ellos con la predisposición de intuir cuál sería el elegido. Finalmente, se paró ante un gran pino de grueso tronco y ramas extendidas. A tientas, con la escasa luz de la luna en cuarto menguante avanzado, sacó un pequeño pico de su bolsa y comenzó a cavar con ansia bajo el árbol, buscando sus raíces. Pequeños terrores de tierra -al principio secos, más tarde húmedos- fueron amontonados a su derecha. La piqueta retumbó hasta sus hombros: había topado con una piedra. Dificultosamente la agarró por uno de sus extremos para sacarla, pero era más grande de lo que parecía. Haciendo palanca con la herramienta y una piedra de tamaño medio consiguió levantarla, no sin romperse algunas uñas dolorosamente.
No había dudado ni un momento el lugar en el que debía determinar el ritual: la Casa de Campo. Sin problema alguno, salió del hostal y tomo el coche. Era noche cerrada. Durante el camino fue imaginando nuevamente todo aquello que supuestamente había sucedido durante los días anteriores. La dependienta le había asegurado que en el plazo de una semana su hombre se pondría en contacto con ella, regresaría a su lado con amor renovado y fogosa pasión. Cuando aparcó el vehículo y salió de el, se sintió intimidaba por la solitaria y silenciosa oscuridad. Hacía fresco. No le hubiera sobrado alguna ligera prenda de abrigo. Paso a paso se internó entre los árboles, mirando detenidamente alguno de ellos con la predisposición de intuir cuál sería el elegido. Finalmente, se paró ante un gran pino de grueso tronco y ramas extendidas. A tientas, con la escasa luz de la luna en cuarto menguante avanzado, sacó un pequeño pico de su bolsa y comenzó a cavar con ansia bajo el árbol, buscando sus raíces. Pequeños terrores de tierra -al principio secos, más tarde húmedos- fueron amontonados a su derecha. La piqueta retumbó hasta sus hombros: había topado con una piedra. Dificultosamente la agarró por uno de sus extremos para sacarla, pero era más grande de lo que parecía. Haciendo palanca con la herramienta y una piedra de tamaño medio consiguió levantarla, no sin romperse algunas uñas dolorosamente.
El esfuerzo hizo que su organismo entrara en calor. Ya no
sentía fresco, sudaba. No se le había ocurrido vestirse más adecuadamente para
no mancharse: tal vez con unos vaqueros y unas zapatillas deportivas y no con
una falda ajustada y zapatos de medio tacón. Se secó la frente con el dorso de
la mano, dejando pequeños granos de tierra adheridos en ella. Colocó la bolsa
en el hueco que había dejado la piedra y empujó esta hasta dónde la había
encontrado. El bulto quedó completamente sepultado. Satisfecha, la cubrió con
la tierra extraída. Para que no se notara que alguien ha había estado hurgando
ahí, rebuscó ramitas resecas y piñas, esparciéndolas al azar sobre el suelo
removido. Se quedó mirando el lugar durante unos minutos.
Sólo le quedaba una
cosa por hacer. Tomó el muñeco negro por un extremo con la intención de
prenderle fuego. La incineración debía hacerse con cerillas, no con mechero.
Tuvo que de encender tres antes de que una pequeña llama amarillenta lo inflamara.
Poco a poco se extendió, cuando el calor fue insoportable lo soltó y dejó que
terminara de consumirse en el suelo. Un odio visceral acompañó a la destrucción
de la figura; finalmente la pisó con rabia y esparció sus cenizas lo más
distanciadas que pudo. El ritual había terminado.
Pilar regresó a su casa, es decir, a
casa de su madre. Ella ni siquiera preguntó dónde había estado, mi alabó la
nueva imagen de su hija. Pilar, a pesar de saber cómo era, había albergado la
esperanza de que ella le halagara. No fue así. Disimuló el odio y el rencor
acumulados de aquella progenitora tóxica emocionalmente.
Tachando los días en el calendario con un rotulador rojo,
transcurrieron las jornadas. Finalizado el tiempo previsto no sucedió nada. Dejó transcurrir unos días
más, durante los cuales comenzó a desesperar. Con ansiedad, se interrogaba si
había cometido algún error al hacer el ritual o si el trabajo no había sido lo
suficientemente potente. La dependienta le había advertido la lejana
posibilidad de que no diera buen resultado en el caso de que los amantes
hubieran hecho algún otro trabajo que
les protegiera contra la brujería. Era improbable, una posibilidad entre un
millón. Sin embargo, Pilar se aferró a ella ya que no quería reconocer que todo lo que
había hecho no había servido de nada, que era un engaño. Era más fácil mentirse
a sí misma y no perder el ánimo. No sabía si cabría la posibilidad de reclamar.
Al fin y al cabo, no era un comercio en el que la gerencia asegurara que si un
cliente no quedaba satisfecho se devolvería el dinero. Evidentemente, algo ha
había salido mal. A los quince días de haber efectuado el supuesto hechizo,
Antonio no había aparecido pidiéndole perdón declarándo su incondicional
pasión.