Relato para el evento literario organizado por el Colegio Nuestra Sra. de los Ángeles para oyentes menores de catorce años.
EL CEREZO DE LOS SUEÑOS.
En el ocaso anaranjado, que
acariciaba suave y meloso la aldea pontevedresa cuando la jornada del campo
tocaba a su fin, se recortada, de un modo cuanto menos caprichoso y curioso, la
silueta de aquel solitario e imponente cerezo. Era tan misteriosa su existencia
en aquella región que los lugareños lo observaban siempre de lejos, con ojos de
admiración, temor y, cómo no, de ignorancia. El cerezo había estado allí desde
que se podía recordar, en lo alto de la suave colina y se alzaba descarado
sobre el resto del horizonte aledaño. Había conocido generaciones y
generaciones que vivieron en la pequeña aldea. Era pues, uno más de los muchos
elementos parlantes que constituyen el paisaje de ”a nostra queridiña terra do
meigas”.
Era en aquella aldea pequeña y
sencilla, eminentemente fetichista y propiciatoria de leyendas ancestrales,
donde vivía Juanciñó; un rapaz de seis primaveras cuyo frágil cuello soportaba
a duras penas el enjambre de remolinos y fantasías que tenía por la cabeza. Era
dulce y risueño pero travieso, curioso… ¡No podía ser de otra manera
considerando su edad!
Aunque advertido cientos de veces
por sus mayores, aquella pizca de niño que alegraba sus adultas existencias
llamado Juanciñó subía cada tarde a la torre del campanario e imaginaba que
aquella grácil silueta vegetal, temida por tradición y sin motivos aparentes,
conversaba con él. Se imaginaba a su lado manteniendo conversaciones en las que
en ocasiones había silencios prolongados y en otras, un montón de preguntas
indiscretas y directas.
Un día cualquiera, al salir de la
escuela, el rapaz se dispuso a llegar hasta el pie del misterioso cerezo. Por
el camino se encontró primero con el Sr. Manuel, que como cada tarde había
sacado a su vaca a dar un paseo como si fuera un perro encerrado en casa que
deseara desfogarse en libertad. Luego con el cura del pueblo, Don Ramón. Como
era costumbre Juanciñó corrió para besarle la mano, aprovechando el puño de la
impecable sotana para restregar rápida y disimuladamente su moqueante nariz. Quería
que el cerezo con el que tantas veces había soñado lo conociera por lo menos
con la cara limpia. Respecto a las rodillas raspadas o con cardenales no podía
hacer nada.
Prosiguió pues su camino y al
pasar por los maizales de la tía Carmiña, encontró oculta entre ellos a Angelina,
una de las nietas de la dueña del terruño. Era una muchacha de diecisiete años,
frescachona y lozana. Tenía novio formal, aunque con pocas intenciones de pasar
por la vicaría. Vivía en la aldea vecina a la de Angelina y cada tarde pasaba
por los maizales de la tía Carmiña sabiendo que su novio le esperaba allí
impaciente, con el diablo riéndole entre las piernas.
Caminando, caminando, Juanciñó
llegó por fin a lo alto de la colina y como era de esperar encontró al cerezo
de sus sueños. Absorto el rapaziño quedó mirando sus frutos: caritas carmesí,
brillantes y risueñas que pendían de sus delgadas ramas. Las cerezas maduran
desde finales de primavera hasta principios de verano, siendo un
período muy corto de recolección en comparación con otros árboles frutales.
Pero aquel cerezo parecía darlas todo el año, o al menos eso decían de él.
Escuchó de pronto una voz extraña
que parecía salir del interior del tronco:
-¿Cómo te llamas?
Juanciñó al principio se asustó;
estaba muerto de miedo por las muchas advertencias que había recibido. No sabía
si seguía jugando en su imaginación o si la charla era real. Mas luego pensó
que de qué se iba asustar. Era la misma voz que le invitaba a visitarlo cada
tarde, cuando subía a la torre del campanario a escondidas.
Así, se decidió entrar en diálogo
con el cerezo:
-¿Por qué quieres saber mi nombre?
-Porque te he de llamar de algún
modo si vamos a ser amigos.
-Juanciñó-respondió al fin.
-¿Qué edad tienes?
-¡Carallo! Ya sabes que al
gallego no le gusta decir la edad que tiene -protestó.
-¡Está bien! –respondió el árbol
con paciencia.
Estuvieron charlando durante un
buen rato; hasta que Juanciñó quedó dormido sobre las abultadas raíces. Se sentía
protegido y acurrucado, casi mecido. Sus sueños estuvieron llenos de risas,
juegos, colores y música alegre.
A la mañana siguiente, cuando
despertó, le preguntó el rapaz al cerezo:
-¿Por qué te tiene miedo la gente
de la aldea?
-Porque soy un árbol extraño en
esta región.
-¿Y porqué vives por aquí?
-Porque mi vida es de los duendes
y personajes de los cuentos que conoces. Si no viviera aquí, los niños de la aldea
no sabrían ningún cuento porque no habría personajes que los protagonizaran.
-¿Sabes? A veces he soñado que
era uno de esos personajes…
-¡Eso es fácil de hacer realidad!
-No…-respondió el niño con
resignación.
-Soy un árbol mágico; muchos
niños y algunos adultos han llegado hasta aquí con sueños parecidos y se han
hecho realidad. ¿De veras quiere ser un personajillo?
-¡Claro!
-Pues come uno de mis frutos.
El cerezo bajó una de sus ramas
para que Juanciñó alcanzara a coger el fruto más sabroso de todos los que de
sus ramas pendían. De ellas salían pequeños corimbos de varias flores
juntas, ni arracimadas ni solitarias. El rapaz mordió lleno de ilusión la
cereza y la suavidad de su fruto, que se
caracteriza por poseer una única y poco profunda hendidura en un lado, le supo
dulce y jugoso. Al instante desapareció dejando un olor a inocencia.
El sol del nuevo día iluminó la
aldea y despertó al Sr. Manuel y a su vaca, y a Angelina, y a Don Ramón, y a
tantos otros que vivían sumidos en la ignorancia.
Cayeron muchas hojas en el
calendario de la taberna del puerto; los lugareños seguían temiendo al cerezo
de los sueños sin saber por qué razón. Sin embargo nadie pudo echar en falta a
Juanciñó, ni siquiera sus padres o parientes más allegados, porque cada vez que
una abuela cuenta un cuento a sus nietos o una madre canta una nana a su hijo,
allí estaba Juanciñó flotando en el ambiente, risueño y eterno como todos los
personajes que constituyen la tradición oral de Galicia, fastuosa de tesoros y
entrañablemente humilde al mismo tiempo.
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