martes, 17 de febrero de 2015

EL CEREZO DE LOS SUEÑOS.POR DAVID MARIO VILLA MARTÍNEZ.




Relato para el evento literario organizado por el Colegio Nuestra Sra. de los Ángeles para oyentes menores de catorce años.


EL CEREZO DE LOS SUEÑOS.
En el ocaso anaranjado, que acariciaba suave y meloso la aldea pontevedresa cuando la jornada del campo tocaba a su fin, se recortada, de un modo cuanto menos caprichoso y curioso, la silueta de aquel solitario e imponente cerezo. Era tan misteriosa su existencia en aquella región que los lugareños lo observaban siempre de lejos, con ojos de admiración, temor y, cómo no, de ignorancia. El cerezo había estado allí desde que se podía recordar, en lo alto de la suave colina y se alzaba descarado sobre el resto del horizonte aledaño. Había conocido generaciones y generaciones que vivieron en la pequeña aldea. Era pues, uno más de los muchos elementos parlantes que constituyen el paisaje de ”a nostra queridiña terra do meigas”.

Era en aquella aldea pequeña y sencilla, eminentemente fetichista y propiciatoria de leyendas ancestrales, donde vivía Juanciñó; un rapaz de seis primaveras cuyo frágil cuello soportaba a duras penas el enjambre de remolinos y fantasías que tenía por la cabeza. Era dulce y risueño pero travieso, curioso… ¡No podía ser de otra manera considerando su edad!

Aunque advertido cientos de veces por sus mayores, aquella pizca de niño que alegraba sus adultas existencias llamado Juanciñó subía cada tarde a la torre del campanario e imaginaba que aquella grácil silueta vegetal, temida por tradición y sin motivos aparentes, conversaba con él. Se imaginaba a su lado manteniendo conversaciones en las que en ocasiones había silencios prolongados y en otras, un montón de preguntas indiscretas y directas.

Un día cualquiera, al salir de la escuela, el rapaz se dispuso a llegar hasta el pie del misterioso cerezo. Por el camino se encontró primero con el Sr. Manuel, que como cada tarde había sacado a su vaca a dar un paseo como si fuera un perro encerrado en casa que deseara desfogarse en libertad. Luego con el cura del pueblo, Don Ramón. Como era costumbre Juanciñó corrió para besarle la mano, aprovechando el puño de la impecable sotana para restregar rápida y disimuladamente su moqueante nariz. Quería que el cerezo con el que tantas veces había soñado lo conociera por lo menos con la cara limpia. Respecto a las rodillas raspadas o con cardenales no podía hacer nada.

Prosiguió pues su camino y al pasar por los maizales de la tía Carmiña, encontró oculta entre ellos a Angelina, una de las nietas de la dueña del terruño. Era una muchacha de diecisiete años, frescachona y lozana. Tenía novio formal, aunque con pocas intenciones de pasar por la vicaría. Vivía en la aldea vecina a la de Angelina y cada tarde pasaba por los maizales de la tía Carmiña sabiendo que su novio le esperaba allí impaciente, con el diablo riéndole entre las piernas.

Caminando, caminando, Juanciñó llegó por fin a lo alto de la colina y como era de esperar encontró al cerezo de sus sueños. Absorto el rapaziño quedó mirando sus frutos: caritas carmesí, brillantes y risueñas que pendían de sus delgadas ramas. Las cerezas maduran desde finales de primavera hasta principios de verano, siendo un período muy corto de recolección en comparación con otros árboles frutales. Pero aquel cerezo parecía darlas todo el año, o al menos eso decían de él.

Escuchó de pronto una voz extraña que parecía salir del interior del tronco:

-¿Cómo te llamas?

Juanciñó al principio se asustó; estaba muerto de miedo por las muchas advertencias que había recibido. No sabía si seguía jugando en su imaginación o si la charla era real. Mas luego pensó que de qué se iba asustar. Era la misma voz que le invitaba a visitarlo cada tarde, cuando subía a la torre del campanario a escondidas.

Así, se decidió entrar en diálogo con el cerezo:

-¿Por qué quieres saber mi nombre?

-Porque te he de llamar de algún modo si vamos a ser amigos.

-Juanciñó-respondió al fin.

-¿Qué edad tienes?

-¡Carallo! Ya sabes que al gallego no le gusta decir la edad que tiene -protestó.

-¡Está bien! –respondió el árbol con paciencia.

Estuvieron charlando durante un buen rato; hasta que Juanciñó quedó dormido sobre las abultadas raíces. Se sentía protegido y acurrucado, casi mecido. Sus sueños estuvieron llenos de risas, juegos, colores y música alegre.

A la mañana siguiente, cuando despertó, le preguntó el rapaz al cerezo:

-¿Por qué te tiene miedo la gente de la aldea?

-Porque soy un árbol extraño en esta región.

-¿Y porqué vives por aquí?

-Porque mi vida es de los duendes y personajes de los cuentos que conoces. Si no viviera aquí, los niños de la aldea no sabrían ningún cuento porque no habría personajes que los protagonizaran.

-¿Sabes? A veces he soñado que era uno de esos personajes…

-¡Eso es fácil de hacer realidad!

-No…-respondió el niño con resignación.

-Soy un árbol mágico; muchos niños y algunos adultos han llegado hasta aquí con sueños parecidos y se han hecho realidad. ¿De veras quiere ser un personajillo?

-¡Claro!

-Pues come  uno de mis frutos.

El cerezo bajó una de sus ramas para que Juanciñó alcanzara a coger el fruto más sabroso de todos los que de sus ramas pendían. De ellas salían pequeños corimbos de varias flores juntas, ni arracimadas ni solitarias. El rapaz mordió lleno de ilusión la cereza y  la suavidad de su fruto, que se caracteriza por poseer una única y poco profunda hendidura en un lado, le supo dulce y jugoso. Al instante desapareció dejando un olor a inocencia.

El sol del nuevo día iluminó la aldea y despertó al Sr. Manuel y a su vaca, y a Angelina, y a Don Ramón, y a tantos otros que vivían sumidos en la ignorancia.

Cayeron muchas hojas en el calendario de la taberna del puerto; los lugareños seguían temiendo al cerezo de los sueños sin saber por qué razón. Sin embargo nadie pudo echar en falta a Juanciñó, ni siquiera sus padres o parientes más allegados, porque cada vez que una abuela cuenta un cuento a sus nietos o una madre canta una nana a su hijo, allí estaba Juanciñó flotando en el ambiente, risueño y eterno como todos los personajes que constituyen la tradición oral de Galicia, fastuosa de tesoros y entrañablemente humilde al mismo tiempo.




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