No siempre lo que creemos desear es lo que nos satisface. No nos engañemos.
LA RIFA
El local se encontraba
bastante tranquilo en comparación con visitas anteriores. Había varios grupos de clientes que se habían
distanciado unos de otros para guardar su colectiva intimidad lo mejor posible.
Cada uno de ellos solía situarse más o menos en la misma zona, como si
tácitamente hubieran marcado su territorio. Tal manadas de mandriles en celo,
guardaban las distancias. Había también, cómo no, clientes solitarios y
dispersos que consumían sus bebidas en silencio, con la cabeza gacha u oteando
ávidamente el horizonte como suricatos en pie en busca de peligros potenciales
o presas fáciles. La música no era de rabiosa actualidad, si bien era bailable
para la mayoría que se animaba a mover el esqueleto.
En uno de los grupos se
estaba produciendo una verdadera revolución sin precedentes y de manera
inesperada. Los ojos de Paloma se iluminaron lascivamente cuando Víctor propuso
que realizarán una rifa; una lotería cuyo premio sería pasar una noche de
lujuria con él. Todos se mostraron dispuestos a secundar la propuesta,
contentos de romper la monotonía en que la fiesta, ya avanzada, estaba cayendo
a altas horas de la madrugada. Entre risas y bromas participaron tanto hombres
como mujeres, conscientes de que se trataba de un juego más o menos inocente que
animaría la noche. Los varones, con o
sin prejuicios, con verdadero deseo o sin él, siempre podrían alegar los
desastrosos efectos del alcohol para justificar sus deslices, si llegaban a
consumarse. También lo entendió así Paloma, pero un par de guiños que Víctor le
lanzó, rápidos y clandestinos junto con su propio deseo, que como siempre en su
presencia se apoderaba de ella, acabaron por confundirla.
El desconcierto aumentó
cuando Lázaro, la mano inocente de su antiguo amigo universidad, la convirtió
en incrédula ganadora al sacar su nombre de entre los participantes de un
calcetín del premio rifado. Ni que decir tiene que se podía haber utilizado otra
simbólica urna para tal fin, pero les había parecido cómico meter la mano en el,
prepararse hormonalmente al momento con un sucedáneo de queso manchego añejo,
bien curado. No era tan elegante como beber champán de un zapato con tacón de
aguja pero tenía su aquel…
Paloma había deseado el
cuerpo de Víctor desde el mismo día en que lo conoció, aunque en lugar de
convertirlo en su amante, sólo consiguió hacer de él uno de sus amigos. Ella se negaba a reconocer su
enamoramiento. Era una situación incómoda. En una ocasión, estando los dos bajo
los efectos de otra alegría etílica considerable, desatadas las lenguas de
manera espesa y el corazón de forma irreflexiva, ella le había propuesto hacer
el amor en un acercamiento cauto pero claro. Estaba
convencida de que una relación exclusivamente carnal sería la única que jamás
volvería a traerle problemas. Herida aún como el primer día del desengaño,
abatida como una paloma en lo más alto de su vuelo, creía que nunca volvería
estar dispuesta para amar. Lo que recibió de Víctor fue silencio y la sensación
de que sus alas eran desplumadas como las de una gallina para hacer caldo. Aún
así, siguió frecuentando el grupo y, la compañía de Víctor, era casi continua.
Uno se suele convertir en animal de costumbres, se acomoda y no tiene ganas de
arriesgarse a nuevas experiencias.
Ahora, abrumada por la
posibilidad que se le ofrecía en bandeja de plata, tuvo que hacer esfuerzos
para aparentar que entendía todo aquello como resultado de una broma, que sus
gestos y frases subidas de tono no eran sino un aderezo más de la farsa, del
juego de esa etílica madrugada de verano.
Perdida entre risas sin
control, carreras, unas veces producto de la huida y otras de la persecución;
con una mezcla de alcohol y erotismo verbal desenfrenado, se descubrió, aunque
celosa de su suerte, saliendo hacia la casa de Víctor entre las algarabías y
felicitaciones del resto de los componentes de la fiesta. Muchos la envidiaron,
ya fuera en público o en secreto. La mayoría los despidieron con gestos
bastante explícitos y groseros, tal y como convenía la situación. Incluso las
otras manadas, ante el jaleo, barruntaban que sucedía y actuaron en
consecuencia.
El aire fresco de la madrugada
la despejo bruscamente resucitando de nuevo el sentido, que aún convaleciente,
la obligó hasta tres veces a detener sus pasos y, mirando a su acompañante,
verificar que todo aquello no era un sueño. No dejaba de percibir una sensación
de irrealidad en todo aquello. Sin querer reconocerlo se sentía incómoda y lamentó,
en cierto modo, que la borrachera se esfumara tan rápidamente. No quería pensar
en sus actos y consecuencias. Notaba como si dos fuerzas opuestas tiraran de
ella pero dejándola en el mismo lugar. Por el momento ninguna era más potente
que la otra y se dejó llevar por la inercia.
Tras unos diez minutos
a pie, que parecieron eternos, llegaron al edificio que ella reconocía. Si le
quedaba algún resto de aturdimiento desapareció con los enormes esfuerzos que tuvo
que hacer para subir a Víctor a su casa, situada en el tercer piso, después de comprobar que el ascensor no
respondía al botón de llamada y que su futuro amante se encontraban en tal
estado de embriaguez que los pies apenas conocían los límites de cada escalón.
Se quejaban constantemente, rompiendo el equilibrio de la pareja, que en varias
ocasiones estuvo a punto de desandar lo subido rodando como pelotas densas
llenas de alcohol.
Por fin, descansando en
cada piso, llegaron a la casa. Ya dentro y encendidas las luces, Paloma no se
detuvo hasta que depositó su carga en el dormitorio que, cómo fondo de muchas
de sus fantasías y sueños, le era tan familiar. Se sentó también sobre la cama,
limpiándose el sudor que brillaba en su frente, perlada por el forcejeo de la
subida y la fiebre interior sofocada. Sabía que su maquillaje se había
arruinado totalmente, pero… ¿para qué arreglarlo?
Miró el rostro
inconsciente, el cuerpo que tanto había negado a regañadientes y que nunca tuvo
tan cerca desde aquella nefasta ocasión. No pudo evitar acariciar la cabeza de
pelo negro, de una profunda obscuridad, que se curvaba graciosamente en el
nacimiento del cuello, Oler su característico perfume sobre aquella piel morena
la enriquecía con innumerables matices y contrastes que ahora competían con el
fuerte aliento de alcohol despedía el borracho. En ese momento el pecho de Víctor
se convulsionó ligeramente. Aunque intentó incorporarse con rapidez no pudo
evitar vomitar, en parte de la cama, un catálogo denso y consistente: jamón
serrano a medio masticar, patatas fritas y restos verdosos de lo que podría ser
guacamole con nachos. Las arcadas duraron casi un minuto y cuando terminó, se
limpió la boca con el dorso de la mano de manera intuitiva, inconsciente. Ella
casi hizo lo mismo en un acto gástrico solidario, pero controló el asco ajeno.
Paloma se sentó ahora en
el suelo, algo acurrucada, indecisa, sin saber qué hacer. Entre el regreso de
su propio malestar y el panorama que se le presentaba delante optó por dejarse
llevar por la somnolencia, que la invadía por momentos. No supo cuento tiempo
pasó, posiblemente no más de una hora, pues aún era de noche. Ella se incorporó
al tiempo que Víctor abría los ojos. Ambos se miraron en silencio; unos
segundos para que alcanzaran la realidad que caminaba más rápido que ellos.
Antes de que ella, preocupada, pudiera preguntarle cómo se encontraba y si
necesitaba algo, él la espetó con voz gangosa y torpe:
-¡Hagámoslo ya!... ¿no
es lo que estás deseando?
En ese momento, como si
la frase hubiera sido la contraseña mágica que rompiera el encantamiento, Paloma
supo que no era aquello lo que buscaba. ¡En absoluto lo era! Había tratado de
engañarse repitiéndose que eso era lo único que no le traería complicaciones,
pero la más poderosa atracción sexual no era nada sin el condimento del amor,
la sal de la ternura, los aromas del cariño, la generosidad y la compresión.
¿Qué quedaba entonces? ¿Qué es lo que realmente quería? ¡Aquello no!
Paloma se alisó la
falda para amortiguar las arrugas. Recomponiéndose
el cabello como pudo, se prometió que nunca más volvería a aquel local con
fiestas locas para los clientes con “edad de oro”. Había otros muchos para
viudos y pensionistas en los que, tal vez, encontrara lo que estaba buscando:
alas nuevas para continuar volando a pesar de la artrosis y moverse al son de
canciones que no fueran tristes y desconsoladores boleros.
De ahora en adelante…
¡Salsa y pasodobles! ¡Y mejor calvos o platinos que con bisoñés! Eso sí, el
tema de la dentadura postiza era negociable siempre y cuando cada una estuviera
en distinto vaso.