BARBIES, NANCIS Y CHOCHONAS
por Agustí Pericay Pijaume
Había
quedado con mis hermanos en la casa familiar después del entierro. La ceremonia
fue todo lo sobria que podía ser, teniendo en cuenta que dentro del ataúd solo
había una urna orgánica con las cenizas de mamá. Nadie entendía por qué había
insistido en su testamento vital en que se la incinerase. Todos la creían una
católica devota, aunque, desde que quedó viuda de papa teníamos la sensación de
que había florecido como persona, al estilo como florecen las rosas en
primavera: progresiva y espectacularmente.
Jaime, el mayor, y su esposa solo
hablaban de las posibilidades que tenía ese enorme caserón perdido en mitad del
campo, sin duda alguna ya habían pedido algún presupuesto para convertirlo en
un hotelito rural. Lidia, mi hermana, fingía un falso respeto por la difunta;
todos sabíamos que el ludópata de su marido la había dejado seca y necesitaba
su parte de la herencia como el aire que respiraba.
Intentando alejarme de ese par de
cretinos que repasaban todos los rincones del dormitorio, buscando las joyas de
nuestra madre, subí a la que había sido mi habitación de la infancia. Estaba
igual que hace doce años, el día en que me fui de casa, supongo que ella la
había mantenido así porque nunca perdió la esperanza de que fracasara en mi
objetivo. Y de producirse esa situación en algún lugar habría tenido que
refugiarme y que mejor sitio que en casa de mamá.
Todas las muñecas seguían en las
estanterías: infinidad de Barbies, Nancis y
Chochonas se amontonaban, vestidas con sus infumables vestiditos rosas con
brillos de princesa. Si las muñecas y el rosa infundían carácter, mis padres
hicieron una grandiosa inversión. Al final siempre acababa jugando con los
Madelmans y los Geipermans de mi hermano, con el consiguiente cabreo por su
parte (el gen egoísta siempre había sido, y seguía siendo, muy fuerte en él).
En el armario se amontonaban todos los vestiditos rosas y a rayas de colores
chillones. No se dieron por vencidos ni cuando se enteraron que tenía camisetas
y pantalones tejanos viejos de mi hermano escondidos en la caseta del jardín y
me los cambiaba para ir a jugar al pueblo. Cuando destruyeron el alijo de ropa
de chico que tenía escondido, les respondí rapándome la cabeza con la
rasuradora de mi padre. Al descubrir en el suelo del baño todos los preciosos
rizos rubios que mi madre se afanaba en cuidar para que su niña fuese la
princesita de papa, se deshicieron de la maldita máquina y desde entonces mi
hermano y mi padre tiraron de peluquería. Se empeñaron y esforzaron muchísimo
en intentar transformarme en la niña adorable y repelente que la sociedad les exigía.
Solo lo consiguieron con la complaciente y manipulable de mi hermana.
A los doce años ya estaba fuera de
control, conseguía raparme la cabeza continuamente y siempre vestía como un
chico. Continuamente me juntaba con alguna pandilla peleándome con todas las
demás pandillas de los chicos del barrio. Esos disgustos fueron los que
acabaron matando a mi padre, según mi madre, que me lo echaba en cara continuamente.
Por lo visto el colesterol y la cirrosis alcohólica no tuvieron nada que ver. ¡Vaya!,
guardó todos mis rizos dorados en una cajita junto las muñecas.
Entre los libros que jamás devolví a la
biblioteca encontré todos los trabajos que la profesora Rosita me corrigió.
Siempre fui buena estudiante, tenía una facilidad innata para recordar datos y
fechas, lo que me hacía muy buena estudiante de humanidades. La Señora Rosita,
siempre tuvo fe en mí. Feminista recalcitrante, se aseguró de que leyese a
todas las escritoras feministas que pudo, sin duda alguna estaba convencida que
yo era una mujer lesbiana igual que ella. ¡Qué equivocada estaba! Durante toda mi adolescencia fui
consciente de que me atraían sexualmente las mujeres, pero no porque yo fuese
una mujer homosexual; me atraían porque yo me sentía completamente como un
hombre. Como un hombre atrapado en un cuerpo equivocado. ¡Qué broma más cruel del
destino!
A los diecisiete años, con un trabajo de reponedor en el
centro comercial, me fui de casa. Me puse a vivir con Martha. Que gran fracaso.
Fue cuando descubrí que hacía falta mucho más que amor para conseguir que una
relación funcione. También descubrí con gran sorpresa que, el vivir alejado de
mi familia me proporcionaba muchísimo tiempo, claridad y espacio en mi mente.
Era el que hasta ese momento había usado con un solo fin: luchar contra la
presión que ellos ejercían sobre mi identidad sexual.
El disponer de tanto tiempo extra me
permitió dedicarlo a mi pasión: la fotografía. Junto a los libros estaba mi
primera cámara digital; sin duda alguna en el antiguo ordenador estarían
todos mis primeros trabajos y arreglos hechos con un rudimentario Photoshop.
Desde ese momento mi vida profesional se disparó, empezaron los premios y
enseguida vinieron los primeros encargos y los trabajos para revistas de moda y
magacines culturales. Con el éxito empecé también mi transformación, quería que
mi cuerpo estuviese acorde con mi mente e inicie el tratamiento para mi cambio
de género.
Junto al tratamiento hormonal empezaron
las operaciones, primero eliminándome los pechos y después realizando las
dolorosas y complicadas operaciones para crearme unos genitales masculinos. Al
final no reconocía al hombre que veía ante el espejo, pero sin duda alguna era
lo más parecido al hombre que deseaba ser.
Por suerte tenía un trabajo en el que
no se te valora por quien eres sino por la calidad de lo que realizas. Nunca he
dado explicaciones a nadie, y procuro no relacionarme excesivamente con la
gente del mundo de la moda pues son infantiles y superficiales en grado
superlativo. Tengo mi familia, Rose me ha acompañado durante todo este viaje transgénero
y los dos hijos que me ha dado gracias a la inseminación artificial, son lo que
hace que me levante y sonría a la vida cada día.
Ahora miro a mis hermanos y me rio de
sus convencionalismos sociales. Están convencidos de que soy un fracasado;
bueno, fracasada para ellos, que aún me tratan con el género equivocado. Pero
en realidad los fracasados son ellos, uno viviendo la vida de su esposa,
planeando un negocio del que dudo que tengan el capital y la experiencia para
ejercerlo; la otra, viviendo a remolque de una relación que la está
destruyendo y de la que no puede desprenderse por temor a que la sociedad la
juzgue.
Sobre los cojines de la cama descubro
una carta con mi nombre escrito en el sobre. Es de mi madre: dentro hay una
nota y una llave. Me sorprende que haya tenido el detalle de hacerme llegar un
mensaje póstumo. Tengo dudas sobre leerla o no, ya que la última vez que la vi
hace doce años nos dijimos cosas muy duras, y no sé si estaré preparado para
escuchar una sarta de reproches de alguien que siempre me dejo muy claro que yo
había sido su gran decepción.
-Querida Alexandra, hace diez años que
no se de ti, deseo pedirte perdón por todo el daño que te he hecho en mi
ignorancia. Fui educada en un mundo en el que los hombres eran hombres y las
mujeres, mujeres. Cada uno tenía su rol asignado desde el momento de su
nacimiento, eso nos lo repetían continuamente en la iglesia y en las reuniones
sociales de moralidad. Cualquier cosa que se desviase de esos roles debía ser
considerado y tratado como una aberración. Ninguno de esos meapilas podía
aceptar que Dios se hubiese equivocado tanto contigo.
Desde que te alejaste de mi vida, he
intentado llenar el vacío de nuestras discusiones con sabiduría. Primero
buscaba el consuelo de la iglesia, pero el falso amor disfrazado de resignación
que me recetaban no calmaba mi alma. Y busque ayuda en el centro cívico. Conocí
un grupo de padres de hijos homosexuales que me enseñaron a sustituir la fe por
conocimiento. El conocimiento me llevo a conocer a un pequeño grupo dentro del
grupo formado por padres de chicos y chicas transexuales.
El conocerlos a ellos y la historia de
sus hijos e hijas me permitió descubrirte de nuevo a ti. Al niño asustado y
molesto por tener vulva en vez de pene, al adolescente que busca su amor y
tiene que ocultar sus pechos bajo una faja y odiarse a sí mismo cada mes con la
menstruación. Al hombre que tiene que sacrificar gran parte de su juventud y su
salud para poder tener el cuerpo que se corresponde con su cerebro.
Ahora me maldigo a mí misma por haber
permitido que te alejases tanto, porque el deber de una madre es acompañar a
sus hijos en el viaje hacia su desarrollo pleno, y contigo fracasé
estrepitosamente. Puse todas las trabas imaginables e inimaginables en tu
camino para que no lo consiguieses. Y ahora, daría todo lo que tengo para que,
en alguna de sus interesadas visitas, alguno de tus hermanos me diese alguna
noticia sobre ti, si te va bien o si has conseguido tus objetivos.
Esta mañana el doctor me ha
diagnosticado un cáncer de pulmón, y no me gustaría morirme sin poder decirte
lo orgullosa que me siento de ti, te escribo estas líneas para que sepas que ya
no soy esa mujer que odiabas, he mirado al interior de mi alma y he podido ver
a la maravillosa persona que vivía dentro de ti: Alex.
Tu madre que te respeta.
Posdata:
He puesto la casa a tu nombre, y las
joyas las tengo en una caja del Banco Central que abre esa llave que está
dentro del sobre.
Una lágrima recorrió mi mejilla. Por un
instante pensé: ¡Los hombres no lloran! Que cojones, descubrir que tu madre
había podido cambiar tanto, bien merecía una lagrima… o dos.
Agustí Pericay, un artista multidisciplinar, compagina su oficio de profesor de disciplinas artísticas (cerámica, joyería, comic, dibujo y pintura) para niños, jóvenes y adultos con el servicio de recepción en el pequeño hotel de turismo rural que regenta su familia.
Si queréis conocer más cosas de la obra de Agustí Pericay podéis visitar
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Me gustó la historia, exitos amigos... :D
ResponderEliminarHa sido un buen enfoque el de Agustí
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