ESTOY AQUÍ |
Hay momentos en nuestra vida en los que hemos de enfrentarnos a lo que nos hace daño o infelices. Cada uno, con suerte, encontrará su personal manera de hacerlo.
ESTOY AQUÍ. POR DAVID M. VILLA MARTÍNEZ
Llevaba allí tres días y aún
faltaban cuatro más para que pudiera regresar a su vida normal. Siguiendo los
pasos de la insoportable rutina, Luzvina se levantó desganadamente de la mesa
donde, como siempre, dejó casi la mitad de la comida, después de removerla anárquicamente con el tenedor en un ritual que acababa
provocándole hastío y repulsión, pero al que se sentía inclinada irrenunciablemente.
Al menos ese caos interior se plasmaba de alguna manera en el exterior, como
una sutil vía de escape a la presión a la que se sentía sometida.
Por delante se extendía a otra
faceta del acatamiento al descanso más absoluto; una sofisticada tortura que en
lugar de calmar sus nervios, los desbocaba en una carrera hacia el delirio como
caballos cojos perseguidos por fieras asesinas. Subió las escaleras que
conducían a su habitación, dejando atrás el comedor en el que apenas dos o tres
mesas registraban actividad y se adentró
por el pasillo, un corredor poco iluminado con puertas en ambos lados. El hecho
de que su habitación fuera la última de la derecha, la más alejada del centro
vivo de la residencia, le pareció un guiño más del burlón destino.
Ya dentro de la sala se sentó
sobre la cama, arrinconada frente a la ventana. El colchón era duro para su
gusto Allí observó el resto del mobiliario, buscando con la mirada cualquier
diferencia que no encajara en sus recuerdos. Todo seguía tal y como lo dejara
una hora antes: una mesilla aséptica coronada por una pequeña lámpara, un
escritorio que miraba la pared, cobijando bajo su marco de madera una banqueta
giratoria y por último, un armario demasiado ampuloso y molesto a la vista para
sus escasas necesidades Miró a través de
la ventana, sin ver. No sabía si se sentía encerrada o protegida; definir sus
emociones sería como escoger al alzar una carta de una baraja de naipes
arrojada al aire.
Luzvina se recostó, aburrida,
hastiada, e intentó dormir un poco para adormecer no solo su cuerpo; también su
mente inquieta. Tras dar mil y una vueltas hasta encontrar una postura
relativamente cómoda se dejo vencer por la somnolencia.
¡Se despertó!
Al abrir los ojos, absolutamente
confusa, tardó unos instantes en reconocer dónde estaba. La luz que entraba por
la ventana era mucho más tenue. Se apoyó sobre sus codos e intentó incorporarse
a la realidad.
¿Qué era lo que le había
despertado? Era una especie de sonido, como una voz…
-Estoy aquí…
Recorrió con la vista la
habitación, moviendo la cabeza lentamente en todas las direcciones, pero sin
hallar el origen del aquel sonido.
-Arriba, sobre tu cabeza
Luzvina alzó los ojos hacia el
techo y lo que vio le hizo buscar cobijo bajo las sábanas, a las que se aferró,
apretando los brazos, cerrando los párpados y conteniendo el aliento. No se
produjo ningún ruido revelador, no hubo voces en el siguiente intervalo de
tiempo, que le resultó eterno, hasta que reunió el valor suficiente para asomar
la cabeza fuera del protector refugio de tela. Volviendo a mirar aquella
imagen, enmarcada por un halo desigual y cambiante de múltiples colores,
confirmó lo inverosímil: aquella figura de otra dimensión era ella misma.
Incomprensiblemente era una especie de reflejo en el espejo de facciones incorpóreas
con iridiscentes colores de tonos imposibles. Algunos agradaban y aportaban
seguridad, otros aumentaban su ansiedad y causaban rechazo, especialmente los
de color marrón o gris sucio.
-¿Te he asustado? No debes tener
miedo, porque aunque mires fuera, formó parte de ti; soy su otro yo, el sótano
de tu conciencia.
Acurrucada en una postura casi
fetal, abrió la boca en un gesto de respiración hiperventilada cercana al
pánico. Se reconocía, pero eso no significaba que le agradara o que se sintiera
directamente identificada con aquella doble etérica.
-He esperado mucho tiempo que me
sacaras a la luz, que me dejaras ser consciente. Ya sé que soy lo peor de ti,
pero debes aprender a convivir conmigo, pues si no me conoces y aceptas, nunca
podrás ser feliz. No te preocupes, será como si nos encontrábamos por primera
vez; mejor dicho, como si no nos hubiéramos separado.
Ante Luzvina se sucedieron un
bombardeo de hechos, fechas y lugares de su pasado que, una vez pronunciados,
cobraron realidad vestidos de palabras. La arroparon en un contacto doloroso,
como si de nuevo volvieran a producirse. Instintivamente se tapó los oídos, intentando
aislarse de aquella voz, pero el sonido le seguía llegando obstinado, profundo,
como se procediera de su propio interior; cada vez más cerca de su garganta,
las palabras se producían sin pausa, subían por su estómago, asfixiaban los pulmones
y se le encajaban en el cuello,
provocándole las náuseas previas al vómito. Las voces de los recuerdos
desbordaron su pecho recorriendo los brazos agarrotados hasta las yemas de los
dedos Las palabras descendían también hasta su bajo vientre, sus ingles,
recorriendo las piernas hasta la punta de los pies. Su cuerpo vibraba de una
manera que nunca hubiera imaginado. Sintiendo calor en cada una de las células
se abandonó al inevitable enfrentamiento, ante la manera en la que había
percibido su existencia.
De pronto, como si una puerta
cediera a la violencia del huracán de emociones, se encontró gritando entre
sollozos todas las palabras que nunca había sido capaz de pronunciar, los
sentimientos que no pudo asimilar, los recuerdos no curados que había ocultado,
los odios y rencores guardados como joyas ponzoñosas, confesándose así misma
todo lo que su corazón había ocultado en un protector e invalidante engaño.
Asimiló sus propias traiciones, debilidades con responsabilidad y no con culpa
mutiladora.
Por el eco de sus propias voces y
los brazos de un corpulento hombre embutido en una bata blanca, volvió a la
auténtica certidumbre, aunque tardó aún un tiempo en aceptar que éste no era
uno más de los espejismos que antes le confundían. No bajó a cenar y durmió
profundamente, sin apenas moverse, como si el colchón fuera el de su propia
cama.
Días más tarde, contenta y
cansada, traspasada la última puerta inspiró y expiró con profundidad tres
veces. Sobre ella, el cartel “Centro de Regresión Mental”, ya no significaba únicamente
una frontera entre el pasado y el presente, también era el mejor pasaporte para
el futuro y Luzvina, en un alarde de reconquistar libertad, corrió escalera
abajo, decidida a hacer el uso inmediato de ella.
Pocos, muy pocos, intuyeron la
equilibrada gama de colores que envolvía su cuerpo, mente y espíritu.
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