domingo, 8 de junio de 2014

ESTOY AQUÍ. POR DAVID MARIO VILLA MARTÍNEZ



ESTOY AQUÍ


Hay momentos en nuestra vida en los que hemos de enfrentarnos a lo que nos hace daño o infelices. Cada uno, con suerte, encontrará su personal manera de hacerlo.

ESTOY AQUÍ. POR DAVID M. VILLA MARTÍNEZ


Llevaba allí tres días y aún faltaban cuatro más para que pudiera regresar a su vida normal. Siguiendo los pasos de la insoportable rutina, Luzvina se levantó desganadamente de la mesa donde, como siempre, dejó casi la mitad de la comida, después de removerla anárquicamente  con el tenedor en un ritual que acababa provocándole hastío y repulsión, pero al que se sentía inclinada irrenunciablemente. Al menos ese caos interior se plasmaba de alguna manera en el exterior, como una sutil vía de escape a la presión a la que se sentía sometida.

Por delante se extendía a otra faceta del acatamiento al descanso más absoluto; una sofisticada tortura que en lugar de calmar sus nervios, los desbocaba en una carrera hacia el delirio como caballos cojos perseguidos por fieras asesinas. Subió las escaleras que conducían a su habitación, dejando atrás el comedor en el que apenas dos o tres mesas registraban actividad y se adentró por el pasillo, un corredor poco iluminado con puertas en ambos lados. El hecho de que su habitación fuera la última de la derecha, la más alejada del centro vivo de la residencia, le pareció un guiño más del burlón destino.

Ya dentro de la sala se sentó sobre la cama, arrinconada frente a la ventana. El colchón era duro para su gusto Allí observó el resto del mobiliario, buscando con la mirada cualquier diferencia que no encajara en sus recuerdos. Todo seguía tal y como lo dejara una hora antes: una mesilla aséptica coronada por una pequeña lámpara, un escritorio que miraba la pared, cobijando bajo su marco de madera una banqueta giratoria y por último, un armario demasiado ampuloso y molesto a la vista para sus escasas necesidades  Miró a través de la ventana, sin ver. No sabía si se sentía encerrada o protegida; definir sus emociones sería como escoger al alzar una carta de una baraja de naipes arrojada al aire.

Luzvina se recostó, aburrida, hastiada, e intentó dormir un poco para adormecer no solo su cuerpo; también su mente inquieta. Tras dar mil y una vueltas hasta encontrar una postura relativamente cómoda se dejo vencer por la somnolencia.

¡Se despertó!

Al abrir los ojos, absolutamente confusa, tardó unos instantes en reconocer dónde estaba. La luz que entraba por la ventana era mucho más tenue. Se apoyó sobre sus codos e intentó incorporarse a la realidad.

¿Qué era lo que le había despertado? Era una especie de sonido, como una voz…

-Estoy aquí…

Recorrió con la vista la habitación, moviendo la cabeza lentamente en todas las direcciones, pero sin hallar el origen del aquel sonido.

-Arriba, sobre tu cabeza

Luzvina alzó los ojos hacia el techo y lo que vio le hizo buscar cobijo bajo las sábanas, a las que se aferró, apretando los brazos, cerrando los párpados y conteniendo el aliento. No se produjo ningún ruido revelador, no hubo voces en el siguiente intervalo de tiempo, que le resultó eterno, hasta que reunió el valor suficiente para asomar la cabeza fuera del protector refugio de tela. Volviendo a mirar aquella imagen, enmarcada por un halo desigual y cambiante de múltiples colores, confirmó lo inverosímil: aquella figura de otra dimensión era ella misma. Incomprensiblemente era una especie de reflejo en el espejo de facciones incorpóreas con iridiscentes colores de tonos imposibles. Algunos agradaban y aportaban seguridad, otros aumentaban su ansiedad y causaban rechazo, especialmente los de color marrón o gris sucio.

-¿Te he asustado? No debes tener miedo, porque aunque mires fuera, formó parte de ti; soy su otro yo, el sótano de tu conciencia.

Acurrucada en una postura casi fetal, abrió la boca en un gesto de respiración hiperventilada cercana al pánico. Se reconocía, pero eso no significaba que le agradara o que se sintiera directamente identificada con aquella doble etérica.

-He esperado mucho tiempo que me sacaras a la luz, que me dejaras ser consciente. Ya sé que soy lo peor de ti, pero debes aprender a convivir conmigo, pues si no me conoces y aceptas, nunca podrás ser feliz. No te preocupes, será como si nos encontrábamos por primera vez; mejor dicho, como si no nos hubiéramos separado.

Ante Luzvina se sucedieron un bombardeo de hechos, fechas y lugares de su pasado que, una vez pronunciados, cobraron realidad vestidos de palabras. La arroparon en un contacto doloroso, como si de nuevo volvieran a producirse. Instintivamente se tapó los oídos, intentando aislarse de aquella voz, pero el sonido le seguía llegando obstinado, profundo, como se procediera de su propio interior; cada vez más cerca de su garganta, las palabras se producían sin pausa, subían por su estómago, asfixiaban los pulmones y  se le encajaban en el cuello, provocándole las náuseas previas al vómito. Las voces de los recuerdos desbordaron su pecho recorriendo los brazos agarrotados hasta las yemas de los dedos Las palabras descendían también hasta su bajo vientre, sus ingles, recorriendo las piernas hasta la punta de los pies. Su cuerpo vibraba de una manera que nunca hubiera imaginado. Sintiendo calor en cada una de las células se abandonó al inevitable enfrentamiento, ante la manera en la que había percibido su existencia.

De pronto, como si una puerta cediera a la violencia del huracán de emociones, se encontró gritando entre sollozos todas las palabras que nunca había sido capaz de pronunciar, los sentimientos que no pudo asimilar, los recuerdos no curados que había ocultado, los odios y rencores guardados como joyas ponzoñosas, confesándose así misma todo lo que su corazón había ocultado en un protector e invalidante engaño. Asimiló sus propias traiciones, debilidades con responsabilidad y no con culpa mutiladora.

Por el eco de sus propias voces y los brazos de un corpulento hombre embutido en una bata blanca, volvió a la auténtica certidumbre, aunque tardó aún un tiempo en aceptar que éste no era uno más de los espejismos que antes le confundían. No bajó a cenar y durmió profundamente, sin apenas moverse, como si el colchón fuera el de su propia cama.

Días más tarde, contenta y cansada, traspasada la última puerta inspiró y expiró con profundidad tres veces. Sobre ella, el cartel “Centro de Regresión Mental”, ya no significaba únicamente una frontera entre el pasado y el presente, también era el mejor pasaporte para el futuro y Luzvina, en un alarde de reconquistar libertad, corrió escalera abajo, decidida a hacer el uso inmediato de ella.


Pocos, muy pocos, intuyeron la equilibrada gama de colores que envolvía su cuerpo, mente y espíritu.

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