Dicen que el amor nos hace ver las cosas de una manera diferente cuando permitimos que entre en nuestras vidas. ¿Permitimos que por miedo o por lo que digan los demás se nos escapen oportunidades?
(DEDICADO A MI VECINA PILAR )
VIOLETAS PARA AMALIA
Como todos los días, Antonio se acicaló con discreción, pero sí lo suficiente como para intentar impresionar a Amalia. Se había despertado más temprano de lo habitual, pues le parecía que la cama se encontraba provista de alfileres puntiagudos que azuzaban a sus carnes para que se irguieran de una vez. Las horas, los minutos, discurrían perezosamente, y pensó que el mejor remedio para aplacar su intranquilidad era la prematura actividad.
El pijama cayó al suelo, como una inerte piel de serpiente expulsada ante la aparición de una nueva, cuando se introdujo la ducha. Se demoró bajo ella hasta que el agua fría terminó por despejar sus pensamientos y vigorizar su cuerpo. Se afeitó cuidadosamente para no infringirse los cotidianos cortes o enrojecimientos en su castigada piel. Se peinó meticulosamente y se echó colonia, sonriendo con incredulidad ante el recuerdo de los gratificantes efectos sensuales que su publicidad prometía. Eso sí, se puso la camisa blanca que ella le había regalado por su cumpleaños, dos meses atrás. Se contempló satisfecho ante el espejo que, tal como esperaba, le devolvió un guiño de complicidad.
Desayunó en la cafetería de la esquina. El ser cliente asiduo tiene la ventaja de intercambiar “buenos días” y obtener en la mesa lo que se desea. Algunos camareros, por cortesía, solían añadir: “¿Lo de siempre?”. Degustó el café con churros con una fruición que a él mismo sorprendido, procurando no ensuciar su impoluta vestimenta. Y ahora -como siempre- se encontraba quince minutos antes de lo previsto en el lugar de la cita, sentado en uno de los viejos bancos cercanos a los almendros. Siempre se había sentido atraído por ellos. Árboles aparentemente muertos durante meses, de pronto, de su sequedad manifestaban vida, flores rosadas o blancas se abrían escandalosamente de entre unas ramas desprovistas aún de hojas. El parque era amplio y cuidado. Gracias al casi nulo ruido del tráfico podía apreciar el canto de los gorriones, a veces nerviosos, en ocasiones confiados, que cabían en un puño. Con épico valor se aproximaban para picotear, nerviosamente, las migajas abandonadas de meriendas infantiles.
Le gustaba acudir el primero a la citas, revivir la sensación de descubrimiento, de novedad, atracción al verla aparecer destacando de entre todas las mujeres como un ángel de mirada azul, muy azul. Cotidianamente dedicaba este interludio a recordar el como la conoció. Fue allí mismo: faltaban días para hacer un año. Sí, los almendros ya habían roto en flor. Durante uno de sus paseos había posado sus ojos en ella inevitablemente. Se encontraba sentada, llorosa, ausente, con una apariencia de sangrante soledad. Antonio pensó primero en ignorarla, en no entrometerse en aquella vida ajena. ¡Bastante tenía con sus propias preocupaciones! Finalmente se sentó junto a ella en el otro extremo del banco e intentó entablar conversaciones intrascendentes y tópicas que la distrajeran o, incluso, arrancaran el esbozo de una sonrisa. Así, sin pretenderlo, sin esperarlo, sin desearlo... empezó todo. Tímidamente comenzaron a buscarse cada vez que iban al parque, procuraban sentarse cada vez más cerca el uno al otro. Un año significaba muchos paseos compartidos, conversaciones mantenidas, confidencias intercambiadas. El invierno había favorecido otro tipo de intimidad al tener que guarecerse en la cafetería con terraza cerrada climatizaba que permitía nuevas complicidades.
No, no fue un flechazo. El no había creído nunca en ellos. Fue el paulatino conocimiento mutuo, y el compartir esperanzas y desesperanzas, ilusiones, momentos en la mesa, cines, actividades en común; el pasado, un poco de futuro y sobre todo el presente. No, - reflexionó- esa relación no nació como una solución para matar el tiempo, era para vivirlo. Así lo sentían ambos a pesar de todas las adversidades. Antonio deseaba llegar hasta el final, dar el paso decisivo, expresar visiblemente sus deseos y sentimientos.
Con puntualidad, ella apareció. A él se le alteró el corazón como el primer día. Ella, al verle, retocó su cabello recogido en un acto de inconsciente coquetería. Lucía un vestido estampado en tonos azules, unos zapatos y un bolso perfectamente conjuntados junto una blanca pasmina ligera, mas como complemento coqueto que por necesidad climatológica. ¡Siempre en ella la azul! ¡Se acercaba su dulce princesa, la reina de su corazón, la dueña de su vida, el despertar de su alma!
El se levantó; le dio besó en la mejilla depositando en sus manos un ramillete de violetas y se sentaron juntos en el banco, muy juntos. A ninguno pareció molestarle. Mirando nerviosamente a su alrededor, por si alguien les observaba, se cogieron de la mano y decidió hablar. En el interior de su boca encontró piedras frías que incomodaban su dicción y absorbían su saliva como si fueran esponjas marinas. Nada de lo que tenía tan primorosamente preparado salió de sus labios. No era su memoria, sino su corazón el que le dictaba las palabras.
-Amalia, gracias por acudir una vez más. Siempre temo que un día no te presentes, que te hayas cansado de mí, de esta situación. Sabes lo mucho que significas para mí, a pesar de que nunca te lo he dicho claramente –añadió bajando la mirada-. Sabes que, hasta cierto punto, lo que estamos haciendo es absurdo. Un absurdo para los demás, sin embargo para mí es lo más coherente y palpable de mi vida. -Antonio inspiró profundamente. Las pequeñas rocas le seguían incomodando. Al fin, tras unos segundos de dudas y titubeos, se decidió.
-Mis sentimientos van mas allá de la amistad…No me salen las palabras. No me juzgues mal. Te quiero, Amalia.
Una extraña sensación de serena euforia invadió a Amalia. El instante imaginado mil veces se había hecho realidad. En el pecho de la anciana comenzó a latir el corazón de una jovencita. ¡No era una locura! ¿Era posible volver a vivir? Una lágrima se deslizó por sus arrugadas mejillas. El azul sólo se nubló en sus ojos.
-¡Amalia! -Replicó el nerviosamente- ¿Te he ofendido? ¿Te ha molestado lo que te he dicho?
-No, al contrario.- calmo ella, dándole una cariñosa palmadita con la mano libre.
Con su mano derecha, en la que se apreciaba el paulatino avance de la artritis, se dejó llevar por lo que sentía. Sin darte importancia a que el resto de los jubilados miraran o no, acarició sus blancos cabellos, esos cabellos que en algún tiempo fueron negros, rizados, siempre rebeldes. Hacía lustros que habían dejado de existir para dar paso al color del otoño, casi del invierno
-¿No te das cuenta de que yo también te quiero, aunque digan que somos unos viejos? En realidad lo somos –apostilló encogiéndose de hombros-.Afirman que a nuestra edad ya no hay lugar para el amor o las pasiones, sin embargo -afirmo con dulce ironía y sonrisa abierta- eres el príncipe azul que esperaba desde mi juventud.
Antonio escuchaba atentamente y las piedrecillas se disolvieron como terrones de azúcar, dejando en su paladar un regusto a sosiego.
-Estoy confusa –reconoció-. Somos viejos. ¿Qué es lo que sentimos si nuestros cuerpos no son que eran? Somos arrugas, achaques, una colección de pastillas, dentaduras postizas, estamos más cerca del fin de lo que creemos….
-Amalia, desde que me jubile mi vida no ha sido más que soledad. Al no haberme casado el trabajo llenaba el vacío, me evitaba pensar demasiado en él. Nunca encontré una mujer que me amara; tal vez no aprendí a amar lo suficiente para descubrir y conservar el amor. Buscaba a otras cosas... ¡Ya sabes!
Amalia intentó interrumpirle con un gesto de fingido escándalo. Le impidió continuar con el tema. El gusto de su boca ahora era dulce y siguió por otros derroteros.
-No hagamos caso al mundo que pretende condenarnos a la insensibilidad, que intenta convencernos de que somos inservibles para amar, para esperar, para vivir en deseos o pasiones. No escuchemos a nuestros compañeros, que nos miran asombrados como si estuviéramos cometiendo un pecado, como si quebrantáramos las buenas formas y maneras, como si él cariño estuviera reservado a los jóvenes. Hagamos las locuras que nuestra juventud no cometimos, o repitámoslas. No por ello aceptaré ser “un viejo verde”
-Antonio -objetó ella con curiosidad- ¿Qué es lo que puedes ver en mí, en un cuerpo erosionado por los años que no es la sombra de lo que fue? Otras mujeres, que se conservan mejor o que son más jóvenes podrían ofrecerte más.
-Te quiero a ti. Quiero a estas manos apergaminadas, casi resecas, deformadas -susurró tomándolas más fuertemente entre las suyas- porque son capaces de acariciarme sin lástima o piedad. Para mí son tersas y suaves, son delicadas y hermosas como las de una jovencita. Son las manos que me dan y transmiten ternura. Sí, todo tu cuerpo tiene caminos que los años han recorrido por tu vida, al igual que el mío. Para mí tus mejillas son sonrosadas, tus ojos luminosos; tu boca, radiante, pues es la que me dice que me quiere aunque calle discretamente, y no otra.
Amalia no pudo evitar sonreír. La verdad es que no podía negar que su pretendiente fuera un conquistador nato. ¡Que habría sido de joven! Sus palabras no la habían hecho sentir más joven, pero sí menos vieja. Recordó otros hombres, otras declaraciones, otros besos, otros cuerpos. Mensualmente se difuminaban, se confundían, se entremezclaban. El hambre impulsa a veces a cometer actos que no se desean, pero que parecen ser la única salida. Recordó, ya sin amargura, a los hombres a los que se entregó durante la guerra civil y postguerra para alimentar a su familia. Vino a su memoria la imagen de su fugaz marido, que la abandono con tres hijos pequeños para irse -como suele suceder- por otra más joven. Antonio estaba al tanto de esa oscura parte de su pasado, y aun así... Reflexionó. No, no habría tenido demasiada suerte con los hombres.
-Está bien- concedió ella-. Vivamos los años que nos quedan con toda la intensidad que podamos. Neguémonos a convertirnos en despojos eternamente pegados al televisor, enfrascados en sus recuerdos, en los errores cometidos ó en aquello que perdimos. Apostemos por el futuro, aunque ese futuro pueda terminar mañana. Lo importante es amar, sentirse vivo, el que ya no nos encontramos solos; el que mi príncipe ha venido, después de tantos años, a rescatarme con su brillante armadura y afilada espada del monstruo que me tenía encerrada en el castillo de la soledad.
Ahora fue el quien rió jocosamente al verse comparado con tan hidalgo personaje. En los ojos de Amalia, encontró el mar sereno una vez más, y contemplando respondió:
-¡Valiente príncipe achacoso! ¡Con bastón en lugar de espada, con faja para la hernia en lugar de resplandeciente coraza!
Ella beso sus labios logrando que Antonio se ruborizara ligeramente. Como a una doncella, apoyó la cabeza sobre su hombro contemplando el ramo de violetas. El más hermoso que nunca tuvo.
A su lado, como todos los años en su aproximada fecha, los almendros despuntaban gloriosamente. Promesas de flores. Frente a ellos, en otro banco, un vejete con sombrero y gafas bifocales que fingía leer el periódico distraídamente les sonrió con complicidad.
Pasados unos minutos alzó los ojos y ya no les vio. En cambio, su amigo Tomás se aproximaba con sus muletas nuevas tras someterse a un cambio de prótesis de cadera. En su fuero interno, deseo que se sentara a su lado. Ambos sabían de sus mutuas correrías, de sus amores pasados llenos de cautela por época en la que les había tocado vivir.
-¡Hola , Buenos días! -dijo él, tomando asiento con esfuerzo para no caer de golpe-.
-¡Hola! -replicó, arrojando el diario en la papelera cercana- “¿Y si me atreviera a decirselo?”-sopesó.
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