jueves, 24 de abril de 2014

LECTURA DE "LEYENDAS" EN LA JORNADA DE LA NOCHE DE LOS LIBROS EN EL MERCADO DE SAN ANTÓN




 LEYENDAS

La Noche de los Libros en el Mercado de San Antón

El Círculo Literario Mundi book realizó la lectura "Relatos de Barrio y Mercados" en el vestíbulo del Mercado de San Antón.



Cuentan múltiples leyendas de distintas culturas del mundo, que el ser humano, último ser de la creación, buscó desnudo por la naturaleza quien le dijera qué clase de animal era, pues el creador no le  había informado sobre su identidad.

Intentó que la tierra misma que pisaba le susurrara algo a través de los diferentes árboles y plantas, que si bien eran bellos y, en ocasiones llenos de colorido, permanecían inmóviles a causa de sus raíces. Solo se mecían sus ramas, hojas o flores a causa del viento. Evidentemente no se reconoció en ellos y se marchó pensando cuan diferente era, y se percibió extraño.

Luego probó con los animales de diferentes tamaños, de distintos colores y formas, lentos o rápidos que vivían sobre la tierra, en las rocas o en los árboles; algunos se acercaron curiosos a él, pero se marchaban luego indiferentes. Otros le miraban desde lejos, cautos y expectantes. Unos le provocaban una sensación de inquietud bajo la piel, un hormigueo de temor que lo asustaba. Pero ninguno hablaba ni se movía como él, por lo tanto se sintió privilegiado, ajeno a ellos, distanciado…

Se dirigió después hacia las aguas del mar, donde se sumergió, comprobando que no podía mantenerse dentro mucho tiempo. Al contrario que los habitantes de aquel elemento azul y transparente, él tenía que respirar fuera. A pesar de la desilusión por no hallar las respuestas que buscaba, permaneció largo tiempo contemplando en zambullidas cortas la belleza de aquel mundo marino. No había ser similar a él y se sintió lejano y superior.

Continuó su búsqueda, atraído ahora por los animales que proyectaban en el suelo sombras en movimiento. Secándose al sol, observó a las aves que iniciaban el vuelo desde el suelo y como se alzaban hasta distintas alturas en un despliegue de elegancia, humildad o falsa sencillez según los casos, buscando cambios y caminos invisibles de inalcanzables y caprichosas geometrías. Ésta vez no necesito establecer ninguna comparación. Supo inmediatamente que él no podía volar jamás.

Sigue diciendo la leyenda que la fuerza creadora,  al ver la confusión del ser humano le dio la última capa de barniz, su principal creación quería más. Le aumentó la consciencia y le dijo:

"Tú eres un ser humano y tendrás compañero o compañera según salga de tu ser amar, independientemente de tu género. Tu especie podrá dominar el espacio y el tiempo, permanecer sobre la tierra hasta el fin de los ciclos. Sois los únicos seres de la creación capaces de pensar, de inventar, de sentir y transmitir sentimientos al más alto nivel; de aspirar a ideales inalcanzables y de realizar cualquier deseo racionalmente, de apreciar la belleza, de llorar o reír. Formas parte de lo que te rodea, eres uno con la tierra, con el resto de los seres que existen. Sois sus guardianes, mas no sus dueños.

Recuerda también que aunque muchas veces sufras el olvido de todo esto, serás el responsable, igualmente, de restaurar la dignidad a todos los hombres y mujeres por igual, sin que las diferencias por cualquier causa entre personas, puedan frenar esta ley de igualdad… Así mismo, aunque te consideres superior no olvides que dependes de la coexistencia con los otros seres con los que has estado comparándote. Sin ellos estarías solo, no tendrías nada; haz buen uso de ellos y se agradecido. Tampoco te olvides de tus iguales."

Y tal como comentó la fuerza creadora el ser humano, al poco, olvidó todo. Hubo guerras, invasiones mutuas; ya ni se reconocía a sí mismo en el otro. El ser humano, la tierra, los seres se fueron convirtiendo en un gran mercado; el mercado del mundo en el cual todo tiene un importe, incluso nosotros mismos; donde la oferta y la demanda reinan. Pensando que nuestras necesidades básicas serán cubiertas, con más o menos convicción, seamos conscientes o no, nos hemos convertido también en productos que como terneras, ovejas, pollos, merluzas, besugos, calabazas, peras o manzanas…somos consumidos, repelados e ingeridos con voracidad, mutuamente, pero con mucha más gula por nuestros alternantes dirigentes o gobernantes, que tampoco se identifican con nosotros. Todos nos sentimos ajenos, distanciados, comparados, consumidos; con hambre y con sed de muchas cosas, en ocasiones sin techo; incluso nos pueden calificar como mercancías caducadas. Sin embargo cada vez hay más productos que despiertan de una aparente única realidad y se plantean convencidos que debe existir otra forma de vivir; tal vez la han olvidado, tal vez haya que inventarla. Somos guardianes del mercado del planeta, y por lo tanto de nosotros mismos en las distintas formas de sobrevivir.

La violación de los derechos iguala nuevamente a todas las personas, al igual que el derecho a la propia identidad, necesidades básicas, sueños y aspiraciones. Esto se ha repetido a lo largo de los siglos y no ha sido recogido por esta leyenda; eso forma parte del apartado más triste de nuestra historia actual.

Estoy convencido que otra fábula puede ocuparse de ello, que se llegará a despojar el mercadeo del pasado, que hay que recordar, para no repetir. Os invito a comenzar a escribirla entre  todos... aquí, en el Mercado de San Antón.




lunes, 21 de abril de 2014

PRESENTACIÓN DEL LIBRO "EL GEN. LAS RUINAS DE MAGERIT" DE COVAGONDA GONZALEZ-POLA JAQUETE






Covadonga González-Pola Jaquete:

Es ambientóloga, experta en sostenibilidad y escritora autora de El gen. Las ruinas de Magerit y El Cristal de Amatista. Es directora del Círculo Literario Mundi Book e imparte talleres literarios gratuitos a través de internet con cerca de 3000 seguidores de los mismos. Es integrante del equipo de Leyendo hasta el amanecer,  un programa de podcast sobre literatura. y este año ha sido reconocida con el premio del público al mejor relato de ciencia ficción de Sopa de Relatos y con la selección de su relato Vampiros en La Habana en el II Concurso homenaje a John William Polidori de Ediciones Saco de Huesos.

"El gen. Las ruinas de Magerit" es una novela de ficción distopica con toques de realismo fantástico, que en un comienzo puede desconcertar, pero que en cada capítulo va desgranando una trama interesante y muy actual. Digo actual porque la novela representa situaciones y vivencias de manera solapada o no tan evidentes, a las que estamos asistiendo.


La novela refleja muy bien la verdadera realidad de las intenciones en el mundo de los poderosos, donde los buenos propósitos son disfraces que esconden el egoísmo y la deshumanización. Es una trama con mucha acción, aventura, muy vertiginosa, donde no dejan de pasar cosas. No es una novela fatalista, sino de esperanza. Esta esperanza está representada por el gen, que significa la posibilidad innata de evolucionar. Y evolucionar significa la posibilidad de salir adelante.


"El gen. Las ruinas de Magerit" propone un tema para reflexionar: como sería la humanidad después de una catástrofe, como serían las reacciones de la gente ante situaciones extremas como la falta de agua o el regreso a la esclavitud. A mi personalmente el aspecto que más me ha impactado ha sido la sensación de aislamiento y soledad dentro de una ciudad hacinada por los supervivientes, en la que en cierta medida la lucha y la culpa por haber sobrevivido se alternan constantemente. Es muy posible que a vosotros os sorprendan otros aspectos que Covadonga plantea en la novela. Os invito a leer el libro para descubrirlos. 


domingo, 20 de abril de 2014

PRESENTANDO EN CÓRDOBA EL LIBRO "CIUDAD OSCURA" DE DANIEL G. DOMÍNGUEZ







Daniel es Cordobés afincado en Madrid autor de novela y relato y actor, comenzó su carrera como escritor de manera accidental en 1997. Un año más tarde descubrió su verdadera vocación durante un encuentro literario con el autor Jordi Serra i Fabra, quedó imbuido de su energía y decidió dedicarle más tiempo a la escritura. Es integrante del Círculo literario Mundi Book y parte del equipo de Leyendo hasta el amanecer, programa de radio dedicado a la literatura. Tras varios relatos, algunos de ellos ganadores de un primer premio en concursos locales y un éxito importante en internet, publica su primera novela Ciudad Oscura. Amante del misterio y la intriga en todas sus acepciones, conocedor de lo que se esconde tras las Sombras... También podéis encontrar on-line, de forma gratuita y por capítulos que se están actualmente escribiendo, MORIENDUM, su novela de aventuras y de corte steampunk, en un futuro distópico

"Ciudad Oscura" sorprende a cada capítulo y entran ganas de seguir hasta la última página. Cuando crees captar algo de la historia, las cosas no son lo que parecen.

En la "Ciudad Oscura" de Daniel G. Domínguez vamos a encontrar cuatro historias distintas que aparentemente no tienen nada que ver entre sí. Avanzando en la lectura vamos descubriendo como los protagonistas van entrelazándose de manera inesperada. La novela nos muestra un ambiente tenebroso, tenso, con acontecimientos que se suceden con velocidad, sin dar tiempo al lector prácticamente respirar.

En esta atmósfera, los personajes muestran su parte más oscura, que puede encontrar un reflejo en cada uno de nosotros. Como decía Nietzsche "cuándo miras mucho tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti". Al igual que la obra de Nietzsche, los personajes de "Ciudad Oscura" van más allá del bien y del mal.


Los protagonistas están inmersos en circunstancias que a veces están por encima de ellos y lo único que les queda es actuar fuera de cualquier norma moral o preestablecida. La sensación que tuve al leer "Ciudad Oscura" es que algo nuevo estaba por suceder de forma inminente. Como sí de un tablero de ajedrez se tratara, a medida que avanzaba con la lectura, el tablero de la "Ciudad Oscura" se iba despejando. Es una novela entretenida que deja al lector con ganas de más. Y justamente por esto, la historia de "Ciudad Oscura" sigue (continuará) en otros dos libros. El segundo libro de la trilogía saldrá a la luz a principios del próximo año.

martes, 1 de abril de 2014

EL COLECCIONISTA DE MIRADAS.POR DAVID MARIO VILLA MARTÍNEZ






(Advertencia de contenido homoerótico)

LA NO ACEPTACIÓN DE LA ORIENTACIÓN  SEXUAL SIGUE CAUSANDO MUCHA SOLEDAD Y SUFRIMIENTO, SEA CUAL SEA LA EDAD. ESTE RELATO ESTÁ DEDICADO A TODOS AQUELLOS AMIGOS Y CONOCIDOS QUE OBSERVAN LA VIDA EN LUGAR DE VIVIRLA, CON LA ESPERANZA DE QUE DESPIERTEN DE SU LETARGO Y SE DEN CUENTA DE QUE AUN NO ES TARDE, DE QUE HAY OTRAS FORMAS DE RELACIONARSE CON ELLOS MISMOS Y CON EL MUNDO.

EL COLECCIONISTA  DE MIRADAS

            Antonio continuó sin moverse sudando copiosamente. El calor era ya insoportable a esas horas de la mañana. No había dormido bien y tras el café frio que había tomado como desayuno para espabilarse había prescindido de una ducha reparadora que le despejara y eliminara su fuerte olor corporal. Se encontraba demasiado cómodo en su sillón como para desperezarse y descolgar el teléfono, que de nuevo insistía en quebrar el silencio que deseaba. La ceniza de su cigarrillo se desplomó indolentemente sobre su ingle desnuda y, al intentar apartarla de un manotazo, sólo consiguió formar un tiznajo grisáceo. El cenicero estaba repleto de colillas acumuladas a los largo de varios días despidiendo un olor que, aunque le molestara, no le motivaba lo suficiente como para vaciarlo. Una mueca de desagrado se esbozó en su rostro avejentado al alcanzar su tercera lata de cerveza de la mañana, ya tibia.
A sus cincuenta y dos años  el descuido de su aseo, el abandono, la alimentación desmedida, el tabaco y la bebida habían cobrado su precio; aparentaba diez años más. Nunca había sido guapo, ni siquiera atractivo. Siempre fue un ser vulgar y desapercibido que ni siquiera logró brillar con su personalidad para compensar aquellas otras gracias que el destino no le concedió. Intentó recordar algún momento glorioso en el que hubiera destacado dignamente en algo. Su baja autoestima, su depresión crónica distorsionaron la realidad considerando injustamente que no hubo ninguno. No le era fácil creerse bueno, digno, amado, útil o poseedor de cualquier otro valor positivo. Su vida estaba cargada de decisiones inadecuadas, de metas planteadas pero no encaminadas a la acción, de reproches propios y ajenos, de las inseguridades convenientes a la crisis de los maduros no realizados. Atrás quedaron los escasos amigos, en general comunes con su ex mujer y con la cual no mantenía una relación cordial. Tal vez ese fuera uno de los pasos que, aunque doloroso, había sido adecuado: divorciarse. Aún se reprochaba haberse casado sin más pilares que el adatarse a lo que se esperaba de él. Todo parecía haberse desarrollado con cierto sentido de predestinación diabólica desde que la conociera en la universidad ; cuando quiso darse cuenta había optado por un estereotipo de vida cómoda y socialmente aceptada.
            El teléfono volvió a sonar con pertinaz insistencia interrumpiendo aquellos recuerdos. Se levantó pesadamente, lo descolgó sin contestar y lo arrojó sobre el sofá empolvado y repleto de pelusas. No, no se molestó en responder. Únicamente deseaba no escuchar esos timbrazos semejantes a martillazos en sus oídos. Las únicas llamadas que solía recibir eran las de los implacables asesores de las distintas compañías telefónicas que rivalizaban entre sí con precios aparentemente competitivos y que no aceptaban un no por respuesta. Casi siempre tenían prefijos similares y, hasta que desactivara el contestador automático, se quedaban grabadas voces desconocidas que le llamaban por su nombre como si le conocieran de toda la vida. Tras consultar algunos de los pertinaces números en la web se había informado acerca del spam telefónico y de la posibilidad de hacer las denuncias pertinentes. Sin embargo, lo había dejado estar optando por la indiferencia. Se apartó el sudor de la frente ya que caía sobre sus ojos, sopesando de nuevo la posibilidad de ducharse.
            La cerveza se acabó. Estrujó con la mano la lata vacía hasta convertirla en una retorcida masa de metal coloreado que arrojó al suelo, percutiendo contra otras  más que resonaron lánguidamente como las atadas a un coche de recién casados que no puede ponerse en marcha definitivamente. Con esfuerzo exagerado, pues le encantaba la teatralidad aunque sólo fuera ante sí mismo, caminó hacia la cocina. Sus pies descalzos, renegridos por la mugre acumulada, se adherían como restos de chicle al pavimento. Momentáneamente disfrutó con la sensación y se sintió como un astronauta con botas adecuadas para caminar por la solitaria luna. Intentando esquivar papeles, latas, restos de comida, colillas descuidadas, platos y ropas sucias esparcidos por toda la casa se dirigió al refrigerador. Al abrirlo, ante él aparecieron estantes vacíos, inertes, sin proposiciones tentadoras o suculentas para llevarse a la boca. Un tarrina de margarina, dos tomates pasados, una bolsa de aceitunas negras, una lechuga mustia y medio cartón de leche agriada y maloliente era todo lo que ofrecía; ni un resto de lúpulo fresquito… Quiso recordar alguna otra bebida espiritosa a la que pudiera echar mano, pero fue inútil ya que toda ya había sido engullida por su gola. Sus otros escondrijos estaban saqueados también.
            Se aproximó al fregadero con la esperanza ardiente de encontrar restos de coñac o ron en algún vaso olvidado entre el cúmulo infernal de platos, cubiertos y demás cacharros de cocina que se amontonaban  hasta el punto de desbordar la pila. Inicialmente buscó con cuidado, mas lo infructuoso de sus pesquisas enervó su ánimo, terminando por sacar toda la vajilla, tirándola desconsideradamente al suelo como si en modo alguno pudiera romperse. Evidente no fue así. Ni encontró alcohol, ni todos los platos y vasos quedaron incólumes. Le vino un regüeldo inesperado que le dejo un sabor agrio.
            Cuándo quiso darse cuenta tobillos, plantas y dedos de los pies sangraban ligeramente a causa de pequeñas esquirlas disparadas sin rumbo. No se inmutó apenas. Dejando rastros escarlatas en las baldosas se tumbó de nuevo en el sillón, cerró los ojos y al pronto quedó adormecido en un incómodo sopor. Entre nebulosos pensamientos escogió uno: quizá más tarde saliera a la calle para tomar algo, reponer sus bebidas y coleccionar gestos y miradas ajenos.
           
             Continuó hojeando una revista  abandonada, melancólicamente, con aires de nobleza, mientras el camarero retiraba de la mesa de la cafetería los servicios de una anónima consumición anterior. Interrogado acerca de lo que deseaba tomar, dudó unos instantes, para finalmente decidirse por un té frío con limón acompañado de dos sobres de azúcar con la presunta redención de calmar la acidez de su estómago. Si bien se había aseado, no había tardado demasiado en transpirar. El lugar estaba inusualmente tranquilo y apenas se podían captar las conversaciones de las otras mesas dispersas a una prudente distancia.
De soslayo, indagó si un desarrapado impertinente continuaba observándole desde la calle. En un acto inconsciente de coquetería displicente ladeó la cabeza, echando hacía atrás los ordinarios mechones de cabello de rubio que habían caído sobre sus facciones y que necesitaban urgentemente ser amputados por un peluquero experto. No cabía duda, él seguía allí, le importunaba mirándole como si fuera una efigie de mármol, apenas sin parpadear. Le había negado la usual petición de “prestarle un euro”…Giró el rostro y contempló a través del ventanal el desfilar de las personas que intentaban buscar la más mínima sombra para guarecerse, aunque sólo fuera por unos segundos, del sofocante bochorno de aquel mes de agosto en el que la ola de calor prometía batir records. Aún a esas últimas horas de la tarde jóvenes en bermudas y sin camiseta lucían bronceados sobre distintos tipos de complexiones. En su fuero interno deseaba arrebatar sus primaveras y poder pasear por la calle como ellos. Su edad le hacía aparentar gazmoñamente concepciones morales acordes a sus años, mientras que deseaba y aceptaba interiormente un poco de aquello que en público condenaría como heterosexual intransigente. El “armario” del que no había salido era su cárcel y penitencia. ¡Si hubiera reconocido su sexualidad, si hubiera asumido su afecto y deseo por los hombres; si al menos se hubiera arriesgado a tomar  decisiones en su vida y no dejarlas en manos de otros a los que no debía de dar explicaciones…!
            Otro joven se detuvo unos metros más adelante, bajo el toldo, devorando con los ojos los pasteles y helados protegidos por expositores refrigerados. Su cuerpo bien proporcionado relucía a causa del sudor, del ejercicio realizado indebidamente y sin criterio alguno en parque cercano. Su torso brillaba, en su escaso vello rasurado se adherían pequeñas gotas iridiscentes, su camiseta colgaba de la riñonera ajustada a su cintura. Su ceñido y empapado pantalón deportivo marcaba una virilidad con promesas que con toda posibilidad podrían ser cumplidas copiosamente. Con los pulgares cogidos de la cinturilla de la prenda exhibía una actitud sexualmente agresiva que no pasó desapercibida al observador de mediana edad. Los brazos del muchacho se encontraban en posición de alerta, sus manos señalaban y destacaban la zona genital. En conjunto, su inconsciente  parecía gritar soy viril y puedo dominarte. El “pitopausico” en público, como sus recios compañeros de trabajo, hubiera criticado tal ostentación chulesca, ya que era lo que se esperaba de él. Íntimamente, deseó palpar aquel cuerpo terso y atrayente de unos veinticinco años, atraerlo lentamente hacia sí, abrazarlo y estrecharlo. Un atisbo de ternura emergió y asumió esa actitud para su colección de gestos.
            Decidido, el acalorado deportista empujó la puerta sonriendo de satisfacción ante el drástico cambio de temperatura. Se puso la camiseta, tanto por respeto al local como  por un fingido sentido del pudor.  Solicitando a la dependienta un enorme cucurucho de tres sabores -nata, turrón y pistacho-, se encontraba a unos cinco metros del circunstante. El corazón del reflexivo se descompasó al imaginar su lengua en contacto con la suya, mezcladas con papilas chocolate, que era su preferido.
            Para otro testigo, no dejaría de ser interesante el juego de miradas cargadas de concupiscencia o desaire según se observara al fisgón o fisgoneado. El observador del fino degustado té pero sediento de cervezas no perdió detalle de lo que su presunta presa apreciaba sintiéndose desairado, invisible, acomplejado. Una vez más: ¿cómo competir, cómo arriesgarse, cómo aspirar a…? La cruel ojeada del muchacho le amilanó, pero también la sumó a su compilación de miradas. Cruzó los brazos, cerró los puños en un inconsciente acto de defensa y hostilidad, con los dientes apretados y la cara enrojecida. Sus pretensiones ocultas se desinflaron, las intenciones imaginarias de un inminente acercamiento por su parte se vieron aplacadas como si su pene hubiera sido fragmentado, similar a un lápiz al que, tras intentar sacarle punta, ésta emergiera siempre quebrada desencantando al escriba. ¡Clac!
            El Apolo, mientras tanto, jugueteó con sus ojos verdes ante la dependienta que sonrió tontamente ante las atenciones de que era objeto. Su mirada caía por debajo del nivel de los ojos de la jovencita, dirigiéndose a un triángulo imaginario formado por los ojos y la boca. Risas tontas, gestos nerviosos, culebreos en los miembros, rubor en las mejillas. El ritual de cortejo continuó durante unos minutos.
            El bebedor impenitente contempló su propia expresión de envidia reflejada en el escaparate, se sentía vapuleado por el rebote de la indiferencia. Los dos muchachos eran esferas arrogantes golpeadas por un taco emocional inexperto en una indefinida mesa de billar cuyas normas eran inexistentes en la actualidad. ¡Normas! Si él hubiera luchado contra ellas en su momento. El mozo salió finalmente del establecimiento lamiendo voluptuosamente las gélidas bolas chorreantes hasta la muñeca, al tiempo que se despedía de la empleada con la mano libre. En el exterior le esperaba, emergido de la nada, un muchacho algo mayor que él al que abrazó efusivamente, procurando que el helado no rodara por los suelos o manchara la camiseta de tirantes del otro mancebo. Le ofreció un bocado con las pupilas dilatadas fijas en él, que dio un lengüetazo lento al pistacho en un gesto de doble sentido entendido por ambos. Se alejaron cogidos impune y orgullosamente de la mano.
            No podía dar crédito a sus fisgoneos. Sorprendido, colorado, en su orgullo herido, agachó la cabeza para ocultar su íntima vergüenza en la revista. Tomó un  trago de su té helado, que ya se estaba aguado por el hielo derretido, para calmar el fuego de sus entrañas junto con el del desagrado. Suspiró hondamente con un gesto  que en su dramatismo le sorprendió a sí mismo. Alzó la mano y pidió una cerveza bien fría.

   Aburrido, simuló contemplar los cuadros mientras que, en realidad, cotilleaba a los que  bajo de ellos se encontraban sentados en las mesas: alborotados estudiantes, una pareja de ancianos columbrando en distinta dirección, tres solteras de mediana edad conversando acerca de lo caro que resultaba hacer la compra diaria causa de la crisis, una parejita de enamorados ausentes del mundo y un grupo de ejecutivos agresivos. Mantuvo con uno de estos últimos una mirada más larga de lo necesario; mezcla de morbo e inquina se lanzaron. Pretendieron alargar su desdén en un reto no escrito, esperando que el otro fuera el primero en bajar la vista. Ganó el diligente emprendedor. Incómodo, quiso refugiarse en otras atenciones que disimularan su derrota. Se interesó entonces en los otros dos hombres encorbatados que le acompañaban, despojados de sus chaquetas que reposaban, pulcramente, sobre una silla neutralmente compartida.  Con la actitud de “mear colonia” parecían ajenos a las temperaturas. El más joven hablaba animadamente al mostrar unos documentos al más veterano. Su mirada era firme, segura, casi intimidatoria; una mirada que no se desviaba del entrecejo del otro, mirada de negocios rebosante de asertividad. En principio interesado, el encanecido sujeto permanecía inclinado sobre su joven orador, mas algo debió contrariarlo, pues en un momento determinado se recostó sobre el respaldo de su asiento, desviando el contacto visual al tiempo que cruzaba los brazos como si de una coraza se tratara. El vendedor de ideas cambió de táctica. Para incitar su apertura le entregó otros informes que no tuvo más remedio que tomar en sus manos. Periódicamente, con una pluma de elegante marca señalaba los puntos más importantes del contenido, alternando un ascendente movimiento de la mano a la altura de su rostro, obligándolo de nuevo a mirarle a los ojos. El bebedor reconoció que aquello era toda una obra maestra y la sumó a su recolección.
            Estragado tras unos minutos de constante escrutación tomó un largo trago. No aguantaba el no poder fumar. En su mente encendió un pitillo y se imaginó con la cabeza inclinada hacia abajo exhalando el humo por la nariz como un toro embravecido. Atisbó ahora a una explosiva mujer que entraba en la café. Se desplazaba digna y sensualmente por entre las mesas ocupadas, obligando a ser admirada o valorada. Al caminar, acentuaba la ondulación de sus caderas para destacar la zona pelviana. Demorándose conscientemente, de pie para conceder a los demás unos segundos añadidos para que pudieran contemplarla, escogió un rincón, ni muy a la vista ni muy escondido. Su corta minifalda negra retrepó bruscamente al sentarse dejando a la vista sus contorneados muslos. Como si en algo pudiera mitigar el resultado la estiró elevando ligeramente sus nalgas del asiento para facilitar el intento de recato. Sus labios se humedecieron adquiriendo un aspecto que invitaba a la sexualidad, al tiempo que acariciaba con la mano, ascendiendo y descendiendo, el vaso olvidado de una consumición ajena. Cruzó y descruzó lentamente las piernas indicando inconscientemente que deseaban ser tocadas.
            El la escudriño activamente, admirando el buen uso de los rituales de cortejo que compartían en complicidad las mujeres para llamar la atención de los hombres. Reconoció su técnica y coordinación, concediéndola una puntuación elevada con una generosidad quizá demasiado empática pero emocionalmente competitiva.

                Un camarero que comenzaba su turno se aproximó a la llamada del desastrado y hogareño rompedor de platos y vasos, que durante unos instantes dudó entre marcharse a casa para enfrascarse en la autocompasión o quedarse un rato más. Eligió esta última opción dispuesto a dar un nuevo repaso a la clientela pidiendo una cerveza. El camarero no se inmutó al pasar delante de los amantes fogosos. Ella, apretando bajo la mesa la virilidad de su compañero bajo sus pantalones, era besada ardientemente. Las pupilas de ambos se dilataban en un reflejo mutuo, sus labios se encontraban hinchados y ligeramente enrojecidos por la excitación, su ritmo cardiaco se encontraba acelerado, sus manos se acariciaban mutuamente ajenas a lo que les rodeaba. Unos evitaron la mirada, otros la mantuvieron de soslayo sonrientes, los más la fijaron insolentemente. Los amantes se encontraban demasiado absortos en sus ardores. Tras besos, caricias y manoseos disimulados, él lanzó un gemidillo al tiempo que cerraba los ojos. Segundos después, tapándose con una llamativa carpeta se dirigió a los aseos. Sólo entonces la dueña de la mano hábil reparó en los discrepantes espionajes de que habían sido objeto. Se ruborizó ligeramente, no demasiado, pensando hasta que punto ellos habían perdido la noción de la realidad y hasta qué extremo los demás habían permanecido atentos a ella. Sin saber que hacer simuló repasar con interés algunos de sus apuntes. Al levantar el rostro, la minifaldera de caderas oscilantes le lanzó un guiño de  complicidad sumado al gesto del pulgar hacia arriba  que fue interpretado con todo su significado.  Azorado y al mismo tiempo feliz por la mancha húmeda en sus pantalones al intentar borrar otras más significativas bajo su ropa interior, el varón regresó. El bebedor vio como ella le susurraba algo al oído; pidieron la cuenta precipitadamente y se marcharon.

            Un ruido de cristales rotos procedente de la cocina sobresaltó a los clientes, que en general sonrieron y bromearon sobre el susto. Con un delantal no demasiado presentable, el cocinero salió de la dependencia y se inclinó enfurecido sobre el encargado. Con voz tensa y apenas contenida le comunicó algo y casi le arrastró al interior. Una expectación general animó nuevamente el ambiente, causando inevitables especulaciones públicas o íntimas acerca del suceso y algunos conatos de indiscretos atisbos. Voces subidas de tono, intentos de apaciguamiento, algunas palabras soeces traspasaron las puertas…

            Transcurrieron las horas despaciosamente y el local ya no conservaba los susurros de una ermita; la gente charlaba animadamente esforzándose en hacerse entender.  Clientes entraron y salieron, pero él permaneció hasta el cierre. Repitió sus ritos una y otra vez, con unos y con otros, escrutando con diversos márgenes de interés aquellos esbozos fragmentados de vidas que le parecían mucho más interesantes que la suya. Él bebió y bebió, su boca se convirtió en una oquedad pastosa, su vista se nubló… sin embargo permaneció estoicamente, atesorando sus nuevas adquisiciones.
            Llegada la hora de cerrar la actividad se fue paralizando. Conscientes de la inminente clausura, los asistentes fueron abonando sus consumiciones. Los empleados fueron limpiando la barra y las mesas con bayetas de dudosa higiene, colocaron las sillas sobre ellas y barrieron con serrín. Descuidadamente, los clientes salieron   encontrando una noche tórrida, sofocante. Unos se dirigirían a sus hogares, otros prosiguieron la velada en alguna terraza  o discoteca, algunos rumiaban a solas  sus pensamientos, los de más allá charlaron animadamente. Unos pocos se prepararon para su incorporación a la soledad y monotonía diarias, deseando que a la mañana siguiente sucediera algo que diera sentido a sus vidas y carencias. Entre estos últimos se encontraba el desgraciado -cargado con una bolsa con una docena  de latas de cerveza- que caminó serpenteando sobre el ardiente asfalto nocturno. Demoró su retorno apoyándose en paredes y farolas cómplices. Tras penetrar en el portal subió lentamente los treinta y siete escalones que le separaban de su celda incomunicada elegida por él mismo. Lo hizo a oscuras ya que no logró acertar a encontrar el interruptor de la luz de la escalera. Sorprendentemente logró abrir la puerta al quinto intento, más por casualidad que por pulso, pericia o excelente visión. Podría permanecer en su pocilga un par de días más, hasta que se viera obligado a ir al bar o la cafetería y avizorar durante unas horas las existencias de extraños para regresar de nuevo cargado con sus raciones etílicas y emocionales. Llevaba años haciendo lo mismo.
            Se tendió en la cama de la habitación y abrió el cajón de la mesilla. Sacó de ella una abultada carpeta repleta de fotos de gente que recordaba y pero que a él habían olvidado, cartas con fechas cada vez más dispersas. Extrajo una libreta bancaria. Comprobó el último saldo y sonrió ante aquellos números caprichosos que no dejaban de aumentar a pesar de que la mayoría de la gente lo estaba pasando francamente mal por la cacareada crisis. Pero, ¿de qué le servían sus ahorros? No eran suficientes para que fuera feliz, para que no se sintiera solo, para que no viviera a través de los demás, para que estuviera cuerdo…
            En el portátil abrió varias ventanas de google y tomó el teléfono. Dudo entre llamar a una de las compañías telefónicas  para escuchar una monocorde voz lejana o solicitar por fin los servicios de alguno de los hombres que vendían sus cuerpos y afectos.
            Marcó. La línea  estaba comunicando. No importaba. Esperaría.