domingo, 28 de junio de 2015

EL ARTESANO. POR DAVID MARIO VILLA MARTÍNEZ.




Todos podemos ser creadores...Cada uno debe decidir cual es su mejor obra maestra.


EL ARTESANO

Ese día el artesano tenía dificultades para concentrarse en lo que sus manos tallaban. La madera se le antojaba áspera, estéril, torpe para descubrir la maravilla de sus formas y volúmenes a medida que con los golpes maestros, perfeccionados a fuerza de ser repetidos, arrancaba del tronco macizo, aún cubierto en parte por la corteza oscura, astillas finas, de unas dimensiones breves, casi medidas.
Nunca hasta el momento había sido tan consciente de lo limitado de sus intentos por devolver parte de su fuerza primitiva a aquello que fue sólido sustento del milagro verde de la Naturaleza. Esculpía una imitación del movimiento en figuras congeladas, cincelando el brillo de una mirada bajo una capa de barniz, adornando de colores vivos lo que ya no tenía vida.
Tras haber visto su gran obra, cualquier intento de apartarla de su pensamiento era fútil; la contemplaba como si estuviera en su presencia y su fantástica visión hacía que todos los objetos que habían salido de sus manos, alabados en exposiciones y codiciados por coleccionistas y decoradores, quedaran sin valor, reducidos a reflejos pasajeros del arte auténtico.
Siguiendo un apremiante impulso, abandonó el taller, con tal urgencia que olvidó colocar el cartel que rezaba:”vuelvo en unos minutos”. En el trayecto hacia su casa recordó la omisión, pero fue incapaz de alterar su camino, sus pies, como si fueran dueños de  voluntad propia, no parecían dispuestos a perder un solo minuto en regresar.
A pesar de que no lo esperaba aún, su compañera no se extrañó al verle llegar, aún antes de confirmar en sus ojos la causa de su vuelta anticipada.
Caminó hasta el dormitorio y contempló, exhausto por la carrera y ahogado por la emoción, el comienzo de la vida, impresionado como el primer día ante la fragilidad de la cabeza menuda, ahora lo único visible de la figura en reposo. Advirtió el pequeño torso, apenas dilatado por una leve y tranquilizadora respiración, que mecía suavemente las alegres sábanas; las proporcionadas extremidades que se estiraban y encogían en intervalos irregulares en una comunicación sin palabras.
Sin apartar la vista del ignorante durmiente, acercó una silla y al sentarse, sintió las manos de su mujer apretando sus hombros. Estiró  una de las suyas hacia el pequeño cuerpecito para asegurarse, una vez más, de su realidad y  -ajeno a todo lo que no estuviera en aquella habitación- disfrutó, perdido el control del tiempo, de la más perfecta de sus creaciones:
Su hijo.