lunes, 28 de octubre de 2013

ESPECIAL HALLOWEEN: CHAMPÚ PH 6 (ANTI-GRASA) -Versión íntegra- POR DAVID M. VILLA MARTÍNEZ



En ocasiones una misma situación o ambiente nos puede crear filias y fobias paralelas, placeres y displaceres que no somos capaces de gestionar.

CHAMPÚ PH 6 (ANTI-GRASA)
VERSIÓN ÍNTEGRA


Ángel entró en la sala. Su cara reflejaba una serenidad que, dada la situación en la que se encontraba resultaba anacrónica, extravagante; algunos la denominarían como curiosa… Los objetos que observó, escasos y viejos, a duras penas lograban imitar la normalidad usual y cotidiana, pero su visión fue suficiente para que se olvidara instantáneamente del caprichoso y brutal destino que había encaminado sus pasos hasta horas antes del desenlace final.

El brusco y seco sonido metálico que se cerró a sus espaldas pareció empujarle hacia una silla cuyo respaldo inclinado desembocaba en una pila de piedra blanca en su origen, descascarillada y deslucida que evidentemente había conocido tiempos de esplendor que ya no existían. Ahora se asemejaba más a un elegante abrevadero de ovejas o cabras.

Se sentó y se dejó caer sobre el mullido asiento de imitación a cuero, cuarteado y desgastado, relajando totalmente el cuerpo hasta que notó en la cabeza, especialmente en la nuca, el frío tacto de piedra. La molestia de la postura, un tanto forzada dado su altura, y el pinchazo de hielo opresivo en las sienes desaparecieron, fugaces, arrastrados por el chorro de agua ardiente y humeante que le iba recorriendo la cabeza como una lluvia purificadora y esterilizadora en tierra reseca y estéril tras una guerra bacteriología.

Agradeció después el frescor del champú deslizándose por la esfera de su dolicocéfalo cráneo y, con los ojos cerrados, se abandonó al masaje de unas manos expertas que amasaban su pelo con cierta rudeza, ejerciendo una presión medida, precisa, recorriendo sin orden toda la superficie en lo que se le antojó un contacto húmedo y provocador, que al aproximarse al cuello y rozar levente las orejas le arrancaron chispas de placer, erizando el vello de su brazos, recorriendo el valle de su espalda con pequeñas descargas de escalofrió que se concentró entre sus ingles. Sintió como el masaje hacía crecer la espuma, y la sensación algodonosa con fragancia a durazno y avellanas le trajo recuerdos de su infancia cuando acompañaba a su madre al “Salón de Belleza”, como a ella le gustaba decir. Allí, desde sus ojos inocentes de niño, no se cansaba de mirar los movimientos y contoneos de las muchachas, los brazos remangados y las manos enfundadas en los húmedos guantes; para él era un misterio el cambio -tanto físico como anímico- que experimentaban las mujeres trascurrido todo el proceso de lavado, corte, peinado y todo un sinfín de combinaciones alquímicas mezcladas en aquel ambiente de alegría, despreocupación y cotilleos que despedía un constante olor de lacas y tintes.

La espuma le entró en los ojos, le ardían; sintió unos momentos de pánico antes de intentar apartarla con el dorso de las manos. El contacto con una toalla más rígida y áspera de lo deseable le trajo bruscamente al presente y se encontró sometido a meneos enérgicos, a los que se abandonó con resignación. Después abrió los ojos enrojecidos por el escozor como si quisiera comprobar cuantas cosas habían quedado en su sitio tras el temblor, y examinó la habitación, parpadeando ansiosamente, con un lento movimiento de cabeza, perplejo, como si se extrañara de estar entre aquellas paredes grises, desconchadas y frías, con una pequeña ventana enrejada como única decoración.

Se sentó entonces en otro sillón, notando que giraba sobre su eje y no se resistió a la tentación de formar parte de un torbellino, impulsado por uno de sus pies. Una vez parado, el regular sonido de la tijera le hizo cerrar los ojos aún dolientes y rememorar de nuevo como las mismas muchachas que atendían a su madre se peleaban por aturdirlo con mimos y carantoñas. A pesar de no ser un niño tímido, las picardías que entre risas llegaban a sus oídos y un miedo- sin fundamento racional- a que las tijeras que no paraban de frotar sus dos hojas le produjeran algún corte sangriento, conseguían que se convirtiera en estatua, anulando por unos minutos su curiosidad y asombro dejando paso al resentimiento, al pánico y al odio ciegos. Todas en la peluquería reían ante aquella escultura catatónica y sudorosa en forma de niño pálido con pantalones cortos y mirada color verde perdido.

El anuncio de que ya era suficiente rompió la mezcla de ensueño y pesadilla de una manera que asumió como definitiva. Simultáneamente a la orden impersonal, el eco de la tijera dio paso al zumbido eléctrico de una maquinilla vieja que empezó a rapar su higienizado pelo -que se depositó en suelo de cemento en grandes mechones-, destrozando la obra recién hecha y preparando el cráneo del apodado “Asesino de las Peluqueras” para los electrodos que serian adosados como ventosas mortales en distintos lugares de su anatomía.

Cinco años atrás había sido condenado a la silla eléctrica, sentencia que debía de ejecutarse dado que los atenuantes justificados, la ausencia de historial delictivo anterior y los recursos que se sucedieron ante las autoridades cada vez más superiores y también más remotas, no surtieron el efecto buscado.

Mientras la preparación para algo que sabía se convertiría en un macabro espectáculo para los familiares de sus víctimas, sonrió. Tampoco pudo evitar sonreír al evocar la sorpresa del director de la prisión al oír su última voluntad: un lavado de cabello con el mejor champú del mercado…

Ahora, una nueva idea cruzó su cabeza, ya libre de cabello: seguiría con los ojos cerrados hasta que todo acabara; su última protesta sería negarse a ser testigo de su realidad externa.

Así, con la única visión de sus recuerdos más felices, dueño al fin de su vida, eligió el momento de marcharse y, envuelto en la oscuridad de un camino sin tiempo, se despidió de lo que le quedaba de cordura recordando con ternura los ojos extirpados con afiladas tijeras de las peluqueras a las que había asesinado y que lavaba meticulosamente junto a su cuerpo y ropas ensangrentadas en la bañera, con champú Ph 6 (antigrasa)...


¡Ver flotar los ojos en la superficie espumosa de color rojo frutas del bosque a causa de la sangre y jugar con ellos como un niño con su patito amarillo le proporcionaba tanta paz y felicidad…! ¡Se sentía tan seguro! 


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