EL CIERVO
Cuando, por extraño que parezca, somos conscientes de que podemos elegir.
Tras haber escuchado el toque de una lejana trompeta que se
prolongó en el aire durante unos segundos, Mario comenzó a andar por el camino.
Colgada del hombro, una mochila pesada con cosas mayoritariamente innecesarias descansaba
sobre el cinturón de cartuchos que rodeaba su cintura; una escopeta prolongaba
su brazo derecho, a la vez que la mano se cerraba en una firme presión alrededor
del arma.
Andaba despacio, en una cadencia monótona, mirando a derecha
e izquierda alternativamente, como un radar que alertara de cualquier
alteración del paisaje o indicio de riesgo. A ratos, se detenía y entonces, sus
oídos se afinaban en busca del roce delator que indicara la presencia de la
presa o de un peligro inminente.
El camino que había elegido ese día subía cada vez más y pronto se
encontró en la cima de un pequeño monte, lo suficientemente destacado sobre el
horizonte como para mostrarle la difusa lejanía, desenfocada por las corrientes
de aire cálido que oscilaban
verticalmente.
Cansado, dolorido y con sed contempló ensimismado la geométrica
división de la tierra, como un inmenso puzle de piezas marrones y verdes,
salpicado por pequeños círculos de amapolas rojas y las reptantes líneas de
arroyos y afluentes líquidos.
Mario guiño un ojo y alargó la mano izquierda. De esa manera
la ausencia de perspectiva anulaba las distancias y, como en un ensueño de
gigante, le permitía aplastar la mancha de un pino o borrar con el pulgar los
alineados puntos de una viña como si creara su propia realidad del paisaje que
contemplaba. Cerraba ambos ojos, los abría, alternaba su visión con uno y con
otro comprobando cuan distinta era la percepción: total, parcial, angular, periférica…
siempre limitada.
Todo parecía estar al alcance de su mano, como en una exposición
interactiva que no comprendía del todo, como en un mundo alternativo en el que
los sueños se consuman instantáneamente sin pensar en el ayer, sin esperar al
mañana.
Al recuperar su visión total -la de siempre, la acomodada a
lo que han de ser las cosas según el criterio general- la superposición
infinita de planos se alejó de aquella naturaleza imaginaria y le trajo de
nuevo a su realidad. Llevaba demasiados años ocupándose tan solo de pequeñas
tareas, nada demasiado prolongado, percibiéndose limitado e incapaz de tomar
una decisión sobre su futuro.
Los consejos externos -como calmantes anestesiantes de los
deseos- que le recomendaban que siguiera hundido en una vida acomodada, sin
grandes aspiraciones asegurándolo un sostenimiento uniforme y suficiente habían
logrado que las demoras, miedos y postergaciones impidieran, con su entramado
espeso, vislumbrar la luz de un desenlace cierto.
La última gota que en un suministro lento e infatigable
amenazaba con hacerle zozobrar en el mar de los parásitos, había sido aquella
cacería, que ahora veía como una droga más, otro entretenimiento nuevo para
adormecer la conciencia, la inseguridad, la soledad y el dolor.
Mario, movido por una inercia perezosa, descendió del montículo.
Siguiendo un extraño empuje, abandonó el camino y se internó campo a través. Conjurando
el temor al extravío, se movió en línea recta siempre que supo, salvando para
ello los desniveles que servían como lindes del terreno, atravesando barbechos
poblados de maleza densa que le llegaba hasta la cintura, o introduciéndose en
los arroyos. En algunos estuvo cerca de caer al resbalar en algunas piedras
mojadas e incluso pensó que no haría pie
y tragaría agua.
Al subir una pequeña pendiente, aquél viaje impensado,
encontró bruscamente su objetivo. Mario se echó intuitivamente a tierra, a treinta
metros de donde de encontraba un ciervo de cornamenta simétricamente perfecta
que pastaba al abrigo una gran peña rocosa. Su silueta de un rojo mate recorría
tranquilamente el terreno.
Mario -a fuerza de la costumbre- echó mano de su escopeta y
sin apenas levantarse, intentó adoptar una postura más propicia, pero su pie
derecho resbaló y desprendió un puñado de tierra y piedras que rodó ladera
abajo.
El ciervo levantó entonces la cabeza e inexplicablemente
permaneció inmóvil, atento a la figura que ya había apoyado sobre su hombro la
escopeta cargada. El punto de mira del arma fue recorriendo el lomo de crespo
pelo, el cuello de trazado cónico, hasta situar su cruz como el cebo que atrae
la muerte, entre los ojos sin miedo.
El dedo de Mario se tensó sobre el gatillo; todo discurría
según lo esperado. Así acostumbraba ser lo correcto en esas circunstancias, un
reparto de papeles de acuerdo a lo convencional, a no ser que…
Un pensamiento sentido más rápido que el reflejo físico cruzó su
mente y despertó su voluntad con descargas de inconformismo no exentas de
inseguridad. Un estampido rompió el silencio y el arma golpeó su hombro en su
retroceso causándole cierto dolor que no supo discernir, como si la costumbre
le regañara por el descuido, por optar por la voluntad propia. Mario había
levantado unos centímetros la escopeta, dirigiéndola fuera del objetivo que,
sin asustarse caminó lentamente dirección a la peña rocosa.
Aquella primera rebelión contra lo establecido tuvo el
efecto dominó que puede comenzar con los accidentes leves. Ahora, sin
influencias externas, sintió una conexión especial con su interior y supo que
ahí estaban la causa y el remedio del orden cósmico y también de su caos
particular.
Se sentó entonces en un pequeño claro y durante unos minutos
más se dedicó a reparar la entraña de sus anhelos. Después de quitarse la
mochila se desnudó y se tendió al abrigo de la luz del sol reparador, mientras
en la placidez de su rostro se proyectaba una segunda decisión.
Contempló emocionado como el ciervo subía tranquilamente la peña rocosa, parándose de cuando en
cuando mientras volvía la cabeza y le miraba con ojos compasivos, esperando…
Pasaron las horas en un instante. No entendía, estaba fuera de toda lógica y razonamiento. Aún
así, se puso de pie y comenzó a caminar, a seguirlo....