Cuando el servicio militar era obligatorio en este país un amigo me contó esta anécdota, de como perdió su virginidad. Yo lo he dado mi toque personal y, a pesar de haberme declarado objetor de conciencia en una época complicada con todo lo que suponía, debo de reconocer que el tema de los uniformes no me es indiferente.
EN LAS FIESTAS PATRONALES
Tenía casi diecisiete años cuándo durante en las fiestas patronales del pueblo tuve la primera relación homosexual real. Hasta entonces la fantasía había suplido cuerpos y caricias. Había tenido los frecuentes devaneos sexuales con chicos de mi edad en los que, de manera desinhibida, comparábamos miembros, tamaños, formas y vellos púbicos en compartidas masturbaciones comunitarias en los campos o cobertizos. En alguna ocasión logré convencer a uno de los más jóvenes de que me la chupara. El resultado no fue demasiado placentero. Se limitó a dar tres o cuatro lametazos con la punta de la lengua, conteniendo la respiración. Jamás pude introducirla en boca alguna y mucho menos follarme a nadie. Si era aceptada la masturbación recíproca, que sinceramente me excitaba mucho, sobre todo cuando el compañero expulsaba un fluido blanquecino y pegajoso que salpicaba las ropas con descaro y que al limpiarse o secarse dejaba cercos escamosos.
Llegaron las fiestas patronales. Como era normal, la
bebida alegraba las fiestas en los bailes pachangueros en la plaza del pueblo.
Las parejas de viejos y jóvenes bailaban pasodobles con denodados esfuerzos y
desiguales resultados. El olor a morcillas, chorizos y pescaditos recién
fritos, a algodón dulce y palomitas de maíz, a churros y porras grasientos se
fusionaban en el aire. Las comadres conversaban animadamente acerca de las
distintas novedades de sus vecinos o indagaban sobre alguno de los forasteros
hasta entonces nunca vistos en el pueblo. Los hombres se agolpaban a las
puertas de los bares comentando lo duras que eran las faenas del campo, los
problemas de los sembrados, los acuerdos de ayuda solidaria para recoger los
frutos, o los resultados y jugadas más interesantes de los distintos equipos de
fútbol. Los jóvenes guardaban cola ante
la noria o el péndulo, los niños tiraban llorando de las faldas de sus madres
para montar en el tiovivo o los toboganes luminosos en forma de espiral, las
parejas consultaban a la echadora de cartas para cerciorarse de la dicha futura
o paseaban por la sala de los espejos entre jácaras y destellos: los solteros
desparejados competían en las barracas de tiro al blanco, billares o aparatos
diversos para medir sus fuerzas.
En ese ambiente de camaradería y complicidad que se
entablaba en las verbenas, todo el mundo se encontraba en las calles o terrazas
improvisadas y generalmente ilegales a las que el Ayuntamiento hacía la vista
gorda.
En el parquecillo que antecedía a la entrada de la
iglesia -en la actualidad de un irreconocible estilo románico parcheado-, unos
mozos que estaban haciendo el servicio militar y que disfrutaban de unos días
de permiso se habían acercado al pueblo para divertirse en los festejos. Bebía,
reían y gritaban escandalosamente, con la vulgaridad propia de aquellos que no
se conocía antes de incorporarse a filas pero que terminan compartiendo penas y
alegrías durante meses.
Desde entonces he quedado prendado de los
uniformes, del aspecto viril que proporcionan, de la apostura y rudeza que
desprenden. Así se lo comenté a mi colega Pedro en aquel momento, que asintió
vivamente. Los tres mozos continuaron bebiendo largos tragos de una botella de
vino tinto compartida. A sus pies yacían agotadas otras tres. Uno de ellos, él
más alto y corpulento, fijó la mirada en nosotros con una sonrisa en los labios, susurró algo a sus
compañeros y se acercó con balbuceante equilibrio. Su distintivo regimental nos
desveló que pertenecía al regimiento de legionarios zapadores.
Nos saludo jocosamente y nos dijo que se llamaba Mario,
que él y sus compañeros había venido a las fiestas y que tenían tres días de
permiso. Añadió, haciendo un teatral gesto con la mano, que el pueblo era muy
bonito y animado. Nosotros callamos; en realidad el pueblo es feo y aburrido.
Luego nos dijo que él y sus compañeros querían bañarse en algún río o acequia
cercanos, que hacía mucho calor y que como estaban bebidos el baño les despejaría. Nosotros le dijimos que había un
río a unos dos kilómetros de allí, cerca de la ermita de San Lorenzo, pero que
sus aguas no eran muy profundas en aquella época. Él nos contestó que no
importaba y que les indicáramos el camino. Pedro me dio un codazo de
complicidad. La noche era oscura, no conocían la zona y no sería extraño que se
extraviaran en aquellas condiciones. Además, mi amigo alegó que durante el
trayecto nos podrían contar peripecias de su regimiento e inocentadas a los
novatos…
Mientras el dulzón aliento a vino agredía nuestras
narices, el recluta hizo una señal a sus camaradas. Tras los viriles saludos de
rigor nos encaminamos a las afueras del pueblo hasta que el olor y el retumbar
a celebración se amortiguaron hasta convertirse en recuerdos. La noche era
estrellada. Durante el camino contaron anécdotas de la vida castrense,
uniformes, guardias, novatadas, arrestos, cuidado y manejo de las armas y
entrenamientos. Como zapadores cavaban, minaban y horadaban para construir
trincheras, fortificaciones, obstáculos antitanques, minas, galerías, túneles,
zanjas y, evidentemente, zapas. Los imaginé
utilizando palas, badilas, piquetes, cizallas, mechas con detonador y
explosivos bajo un sol justiciero. ¡Cuánto reluciría la sudación al ser
traspasada por los rayos! De cuándo en cuándo los movilizados se echaban los
brazos al hombro y cantaban a coro canciones picantes bromeando, pellizcándose el
culo o sobándose las vergas con esa confianza que dan las duchas comunitarias.
Varias veces simularon ofenderse persiguiéndose a carreras, fingiendo pelearse
rudamente y con insultos. Todo teatro.
Al llegar a la rivera del río los pichones de soldado se
despojaron de sus uniformes de media gala con premura. Las guerreras verdes de
botones resplandecientes, las oliváceas camisas sudorosas, los pantalones
caquis, los cinturones cetrinos, los calzoncillos verduscos se confundieron con
el oscuro verde agostado del campo. Incluso de noche percibimos las zonas
blancas que habían sido protegidas por las camisetas o pantalones cortos
durante las jornadas de instrucción. El contraste con el resto del cuerpo,
tostado oscuro, me llamó mucho la atención. Dando saltos, cabriolas y chapoteos
se internaron en las aguas. En la zona más profunda no llegaba a cubrir las
ingles.
Uno de ellos nos preguntó si no nos bañábamos y aseguró
que el agua estaba estupenda. Otro nos preguntó con sorna si nos daba vergüenza
y nos dijo que en el cuartel, verse en
pelotas era algo cotidiano; que verse el culo en las duchas no tenía remedio y
que dentro de pocos años nos tocaría a nosotros.
Aun deseándolo, nos desnudamos con timidez. Se nos puso
la piel de ave de corral. El agua se encontraba demasiado fresca para mí y se
me encogieron los genitales. Dos de los reclutas comenzaron a retozar
salpicándose, haciéndose aguadillas o forcejeando. Entre gritos y blasfemias
parecían chicos pequeños.
-¡A por ellos! -gritó Mario.
Entonces todos rozamos nuestros cuerpos, luchamos, nos
asimos sin miramientos. Todos contra todos, todo valía, no había reglas… Así, cuando
quisimos darnos cuenta estábamos empalmados y los miembros fueron considerados
como una posibilidad añadida de ser aferrados.
El corpulento Mario se dedicó a mí, que intente zafarme
de las aguadillas mientras me agarraba por
el bálano. Al tomar unos segundos de descanso para recuperar el aliento
sentí que me agarraba el miembro con más
fuerza y lo manipulaba con lentitud. Nos miramos y sin decirme nada acercó su
boca a la mía. Me sentí sorprendido. Sentí su aliento espiritoso y me gustó.
Ante mi desconcierto introdujo su lengua en mi boca y comenzó a moverla. Fue mi
primer beso de tornillo; en realidad mi primer beso.
El resto habían organizado una terna complicada en la que
Pedro se encontraba a sus anchas al ser el núcleo de la dedicación. Con
reciprocidad, tomé la culebra de agua de Mario en las manos, sorprendiéndome
por su grosor y peso. No era demasiado larga, y si ruda y tosca, sobresaliendo
del agua como el periscopio de un submarino. En las gruesas venas abultadas
sentí un palpitar acelerado y espasmódico. Deseé fervientemente tenerla así
cuándo tuviera su edad.
Esa noche penetré a Mario ansiosamente, con impericia.
Posteriormente, los cinco nos enfrascamos en una complicada danza en la orilla.
Se confundieron cuerpos, flores, piernas, espigas, hormigueros, brazos,
yerbajos, miembros… Al vestirnos, cada grupo se fue por un lado con los
cabellos húmedos. Nos saludamos con la mano a la vez que renovaron sus
pretensiones musicales. Pedro y yo descubrimos un mundo nuevo. No sabíamos si
aquellos amantes ocasionales comentarían la orgía o se interrogarían al día
siguiente: “¿Que pasó anoche? Estaba tan borracho que no me acuerdo muy bien”.
¿Eran gais, un desahogo ocasional? ¿Heterosexuales complacientes bajo el efecto
del alcohol? Nosotros si tuvimos mucho de qué hablar, y durante mucho tiempo...
Los mozos nunca regresaron al pueblo y nosotros no
volvimos a ser los mismos. Habíamos perdido la virginidad. Las esquirlas a
sabor a pecado que llevábamos clavadas en los genitales a causa de la atracción
hacía los hombres fueron extraídas limpia e indoloramente. Desde entonces los uniformes, la rudeza, la virilidad, la
fortaleza se convirtieron casi en fetiches de mi libido, si bien luego tras esa
imagen los prefería sumisos en la cama. En el fondo tal vez buscaba en ellos a
Mario, a aquel que hizo despertar la realidad de mi homosexualidad convirtiéndome
en el ser más feliz de la tierra.
Desgraciadamente para mí, que deseaba hacer el servicio
militar -no precisamente por motivos patrióticos-, mi nombre y número salieron
como excedentes de cupo en el momento del sorteo de destinos. Nunca pude
admirar de cerca la apostura que los atavíos militares prestaban, ni contemplar
docenas de cuerpos desnudos de
compañeros en las duchas comunitarios
Años más tarde me encontré con Mario -ya capitán- en una
sauna. Sintiendo nostalgia hablamos un buen rato y rememoramos viejos tiempos demostrándole
en una cabina que ya no era tan torpe e inexperto.