EL JOVEN PRÍNCIPE GIKUYU DE LOS NUBA DE LAS MONTAÑAS TRASPASA LA BRUMA AZUL HASTA ALCANZAR EL LAGO DORADO. LO QUE ALLÍ DESCUBRE HACE QUE CAMBIE DE FORMA DE SER,SENTIR Y PENSAR; BUSCARÁ IMPARABLE LA SALIDA QUE CALME SU ALMA DESAFIANDO TODAS LAS TRADICIONES.
LA MIRADA DORADA
-La cebra está herida, herida va. No cabe duda alguna. Su sangre va regando las resecas llanuras y al correr para intentar escaparse se ha partido una pata. Mirad la marca de sus huellas -señaló al suelo-, la de la zanca delantera izquierda apenas ha rozado el suelo. ¡Nuestro joven príncipe Gikuyu tiene una puntería excelente! En todos mis años de guerrero nunca he visto alcanzar una pieza desde tan larga distancia. Pero, ¿a qué esperáis? -apremió con inquietud- ¿No veis que se va escapar? Interrumpid su galope por las praderas, corred hasta que vuestros pies sangren, el corazón salte de vuestro pecho y las rodillas no puedan sosteneos; regad con vuestro sudor el polvoriento suelo que pisamos. ¿No veis que se dirige al Lago Dorado y que si se interna en sus orillas antes de morir podemos dar por vanos vuestros esfuerzos?
Jadeando, con perlado sudor sobre su piel color noche, el príncipe Nuba soltó la lanza y apoyó sus manos en las rodillas para descansar durante unos instantes. Alzó la vista para contemplar el Kordofán, la provincia del Sudán en la que moraban desde tiempos incontables. Nadie, ningún clan podía recordar desde cuando residían en aquella región que en muchas zonas estaba cubierta de blancas y finas arenas del desierto de Sahara que habían sido mecidas, arrastradas por el Hermano Viento hacia el sur y amontonadas en dunas que se llegaron a endurecer por empeño de los dioses en altozanos cubiertos de hierba y acacias. La realidad del horizonte se rompía ante la repentina presencia de montañas que irrumpían fuera de la llanura.
Las planicies expandieron el sonido de los tambores, los gritos de los guerreros, de los cazadores y las voces de los adolescentes se elevaron en su incipiente virilidad. El alborotado grupo se encaminó al punto en que Weatanga -el más longevo de los nueve ancianos del Consejo y, sin embargo, aún uno de los mejores cazadores- indicaba como el más adecuado para cazar a la cebra según los presagios. Aunque los augurios no eran buenos Gikuyu se había empeñado en llevarla a cabo.
Pero a pesar de sus denodados esfuerzos todo fue inútil. Cuando el más veloz de los nuevos viriles alcanzó las inmediaciones del tupido vergel totalmente agotado, la cebra, presurosa como el viento a pesar de sus heridas, se internó entre la espesura envuelta de la Bruma Azul. Dado su excelente sentido de la vista no le supondría ningún obstáculo; al tener los ojos a los lados su campo visual era amplio y su visión nocturna le posibilitaría deambular entre la neblina que en la que se había refugiado. Sus orejas grandes y ligeramente redondeadas que podían girar en cualquier dirección habían sido confundidas por los tambores. Ahora se la podía distinguir ligeramente, escondiéndose. Sus rayas verticales en la cabeza, cuello, paletillas y tronco se camuflaban entre las ramas secas.
-¡Deteneos...! ¡Alto todos! -gritó Weatanga- ¡Los antepasados ya habían previsto que habría de escaparse por motivos que no entendemos! ¡Respetemos su voluntad!
La horda se detuvo, sus voces se apagaron, y los jóvenes, decepcionados, se sentaron cabizbajos. Entonces se aproximó la comitiva de Gikuyu, el heredero del trono. Recuperado del esfuerzo recobró su autoridad. Su pueblo pertenecía a una estirpe musculosa, al contrario que los estilizados y delgados pueblos que se desperdigaban por otras tierras. Gikuyu, en particular, era alto, corpulento, de cuello y hombros anchos, de caderas poderosas. Había elegido en esta ocasión las líneas blancas en forma de rayos que partían de su ancha nariz para adornar su cara; motivos geométricos y esbozos de caza para su pecho y vientre de color rojo. Su presencia desprendía autoridad, fortaleza.
-¿A qué esperas? -espetó Gikuyu a Weatanga, lleno de cólera y sorpresa- ¿Acaso tus piernas son ya las de una vieja desdentada a la que hay que masticar su alimento? ¡Ves que mi puntería ha alcanzado a la presa, la primera que cae en mis manos desde mi nuevo cargo, y la dejas escapar para que muera sin provecho en el frondoso oasis Mukure Wagathanga que envuelve el Lago Dorado! ¿Piensas que me dedico a la caza para dar alimento a los buitres y hienas?
-Mi príncipe -murmuró el anciano con humildad- es precepto no traspasar este punto. Advertí que los presagios no estaban a favor; mis visiones no eran claras y las entrañas de la ofrenda eran oscuras presagiando algo que no se interpretar. Los espíritus gritaban a la vez de tal manera que no se hacían entender.
-¡Tabú! -increpó Gikuyu alzando la barbilla- ¿por qué?-replicó con arrogancia.
-Porque como bien sabéis pasado ese árbol uno se encamina en dirección a la Bruma Azul que protege el Lago, donde se dice que habita un espíritu maligno temido por todos nuestros padres. ¿No recordáis las tradiciones que junto al fuego contamos los viejos durante las largas noches? -reprendió el anciano con suavidad-. El que traspasa la niebla y alcanza el Lago paga cara su osadía. Vuestra presa alcanzará sus márgenes. ¿Cómo la cobrareis sin atraer sobre vuestro espíritu la maldad que desprende el lugar? El animal que se escapa de nuestras manos y se interna en este lugar, es pieza perdida y sin recuperar. Durante su agonía se alimentara de hierba tosca, hojas y brotes y no le faltara agua del lago.
-¿Perdida? -protestó con orgullo- Primero renunciaré al trono, destruiré mis amuletos, me cortaré los lóbulos de las orejas, eliminaré los tintes que adornan mi cuerpo y me veré atacado por los espíritus del mal antes que perder la cebra, la primera que cazo como príncipe primogénito... ¿La ves? -señaló con el dedo-. Asoma su hocico arrogante burlándose de vuestros temores, pero cojea dolorosamente y se relame sus heridas de muerte... ¡Déjame!... -ordenó- ¡Aún no habrá alcanzado las aguas! Es un macho dominante como yo, líder como yo. Mía merece ser. Cuando el macho rival la intentó derrocar desafiándola frotando las espaldas contra las suyas, cuando no cedió y comenzaron a pelearse mordiéndose el cuello y las patas supe que era digna de ser muerta por mis armas. Era la elegida por mí. No frotes las espaldas contra las mías, no sea que responda como ella. Tienes la derrota asegurada cuestionándome.
Gikuyu se lanzó tras ella con la furia y velocidad de un león. Fuerte, robusto, con tendones como cuerdas tensadas, cuello casi bovino, rasgos agradables y músculos como el ébano tallado, dejó tras de sí una creciente polvareda que comenzaba a confundirse con el celaje azul. Los cazadores le observaron expectantes hasta que traspasó al Árbol que Avisa y la bruma le engulló. Mirando a su alrededor, Weatenga percibió que todos parecían consternados, sorprendidos, inquietos o temerosos. Estaba claro que no era como su padre, que era arrogante y presuntuoso, difícil de aconsejar, por no decir imposible. El actual jefe había demostrado ser respetuoso con las tradiciones, abierto a los consejos sin perder por ello su autoridad y nobleza. Por su edad, como hombre ya maduro, no concurría a las luchas con lanzas, que requerían más habilidad que fuerza y que también eran más peligrosas. Había sufrido un grave percance en el último de sus combates; su escudo de luchador había sido perforado por una de las lanzas de su contrincante. Se había astillado causándole graves heridas. Aun así, demostró su valor en la siguiente lucha con garrotes pesados en la que se arremetían contra la cabeza y hombros mientras trataban de parar los golpes con escudos de piel de elefante. Todo había sucedido en un latido y lo cierto es que ya no era lo suficientemente hábil para no ser aporreado y herido de nuevo a pesar de su fiereza y ayuda de los espíritus que le habían poseído. Pese a las continuas atenciones de los curanderos las heridas no se cerraban, los hierros al fuego no cauterizaban las infecciones, los tábanos se alimentaban de sus pústulas y tras una lenta agonía se esperaba que se reuniera con los ancestros en cualquier momento. El clan posaba su mirada en aquel primogénito indómito ante una inminente abdicación o muerte.
-Vosotros lo habéis comprobado -dijo el venerado guerrero y chamán-. Me he enfrentado al heredero a pesar de que podía darme muerte por contrariarlo. He cumplido con mi parte. Con los creadores no valen arrogancias -sentenció-. Hasta aquí llegan los cazadores-ordenó- ; como brujo intentare acercarme, realizare plegarias y ofrendas para que el príncipe pueda reunirse con nosotros o con nuestros antepasados. Casi podemos darlo por muerto o al menos embrujado…Si su espíritu guía es lo suficientemente poderoso y hace gala de su inteligencia tal vez podamos albergar alguna esperanza. En caso contrario, su hermano menor Dinyá será el sucesor.
Durante el día habían practicado los cultos a la fecundidad, a la masculinidad mediante las luchas sagradas en las que el significado religioso se manifestaba mediante la posesión de los espíritus. Habían confiado en los chamanes, entre ellos a Weatanga, el especial acceso al mundo mas allá de los vivos, de la visión del resto de las gentes, adquiriendo gran poder para comprender y vencer lo desconocido y misterioso. En un mundo en el que por capricho de los dioses escaseaban los arboles la ceniza era sagrada. Gikuyu, como todos los luchadores se había cubierto de ella con el sentido de resistencia, de virilidad e incluso inmortalidad.
Llegado el fin de la estación seca el trabajo había disminuido y los jóvenes se entregaban a las luchas con deseo; fascinados por ellas y por el roce de los cuerpos. Enseñaban a los niños a pelear tan pronto podían andar ante los vítores de sus padres y una estricta vigilancia. Se habían acercado multitudes para contemplar la lucha importante en la que Gikuyu había participado con su hermano Dinyá. Primordiales eran las contiendas, porque sin victorias ningún soltero tendría oportunidad de casarse con una muchacha hermosa. Su virilidad había sido medida por la fuerza y habilidad en el combate y la caza. Desnudos, cubiertos de ceniza habían pugnado por el trofeo del vencedor: una ramita de acacia que se quemaría guardando las cenizas en un cuerno. Habían girado el uno alrededor del otro, con los ojos brillantes y fijos en su fraternal adversario, buscando algo más que simples emociones y revolcones. Gikuyu, que era diestro y feroz en el combate cuerpo a cuerpo, prefería la contienda de brazaletes. En esta liza habían llevado enormes pulseras de latón abrochadas en el brazo derecho balanceándolas sobre sus cabezas. Hasta el momento había sido su preferida porque era rápida y aparentemente mortal. Así es como había logrado a Yubi, su esposa de diecisiete estaciones húmedas. La contienda era parte de su vida, porque la distinción y el rango que conferían eran patrimonio no solo de los jóvenes luchadores, sino de sus familias y aldeas. Si los jóvenes eran fuertes, los clanes en su conjunto también lo eran.
Pero en esta ocasión la derrota había sido evidente y Yubi, con su peinado de arcilla y el cuerpo embadurnado con aceite de sim-sim había dejado de dar palmas al ritmo de la danza. Ya no esperaba atraer la atención del, hasta entonces, mejor campeón de lucha. Su hermano menor le había vencido. Desde su regreso del Lago Dorado le había notado lejano, distraído, indolente. Dormían juntos pero no se tocaban. Notaba la ausencia de su miembro entre sus piernas. Desde que se casaran lunas atrás Gikuyu la había sembrado todos los días, desde que regresara de la cacería frustrada se sentía como un campo yermo. Tenía la sensación de que las cosas habían cambiado irremediablemente aunque aún albergaba esperanzas. Esperanzas cada vez más difusas y frágiles.
La casa que Gikuyu había estado construyendo para Yubi era circular, con techo de paja y delgadas paredes de barro sobre base de piedra. Ella tendría que esperar en casa de sus padres hasta que la terminara, pero la edificación iba más lenta de lo normal y comenzaba a impacientarse. Había deseado que fuera confortable, que guardara el calor en la fría estación de lluvias y no fuera abrasadora en la cálida. Los muros eran de color azul oscuro debido a la tierra del lugar, pero aun no habían sido frotados y pulidos del todo hasta que brillaran tan intensamente que pudieran admirarse a sí mismos en sus reflejos. Algunos pensaban que aquella tierra era la hermana pequeña de la Bruma Azul, así como el amarillo ocre hijo del Lago Dorado. El había estado posponiendo que ambos grabaran sobre la pared reluciente bellos dibujos con color escarlata, blanco y amarillo. Al lado de la vivienda había quedado parada la organización de la huerta casera donde nunca habrían de faltar cebollas, pimientos, pepinos, calabacines aunque requirieran escardados y riegos frecuentes. La huerta no estaba en condiciones para que cuando llegara el enemigo viento intentaran mantenerlo a distancia pintados de ceniza, formando las familias un solo ser que proferiría horripilantes gritos para espantarlo.
Añoraba aquella primera sangrada de mujer tras la cual pudo tatuar su cuerpo con la ilusión de ser considerada mujer y apetecible, se conmovía al pensar en aquel momento en el que había sido elegida por Gikuyu tras acumular tantas victorias y ramitas de acacia, recordó con nostalgia como antes de la boda había permanecido aislada por completo recibiendo un alimento especial a pesar de que ya había sido envestida por su caderas.
Como último recurso Yubi recurrió al chamán.
-Andáis triste y cabizbajo -indicó Weatanga-, descuidáis el mantenimiento de vuestras armas, vuestra negra piel palidece e incluso -si me lo permitís- habéis perdido parte de vuestra arrogancia. Desde aquella tarde en que traspasasteis la Bruma Azul en busca de vuestra primera cebra como sucesor oficial y, contra todo pronóstico, regresasteis, se diría que los malos espíritus se han apoderado de vuestra alma -afirmó apesadumbrado-. No salís de caza, vuestras órdenes no resuenan en las llanuras, no coméis lo que os prepara que prepara Yubi, vuestros pasos no aplastan las hormigas, no pisan la hierba, no levantan polvo... Sólo preferís estar, con esos pensamientos que os acosan; todas los días os encamináis hasta El Árbol que Avisa y allí permanecéis hasta que nuestro Padre el Sol es devorado por nuestra Madre la Luna. Y cuando Él es engullido, regresáis cada día más triste y cansado al poblado. Pieza alguna habéis cobrado hasta el momento. Ni que ande, trote o galope os motiva. No ha zigzagueado ningún animal de un lado a otro para poneros dificultades, dado coces o mordiscos porque tranquila la habéis dejado. Ninguna he emitido bufidos tensos, ni mucho menos a bramado fuerte ante el peligro, pues habéis dejado tranquilas a vuestras piezas. Como mucho han permanecido en alerta con las orejas erectas, han observado con atención y con la cabeza más alta que la vuestra. Vuestros aposentos privados contemplan sorprendidos como vuestra calabaza de aseo permanece inamovible; no ha sido inclinada para chorrear agua al tirar de la cuerda en muchos anocheceres. Vuestra futura casa matrimonial esta a la espera de ser terminada y habitada; necesita risas, gemidos de amor y placer para que pronto tengáis descendencia y este asegurado un nuevo príncipe. No he de recordaros que la descendencia, la propiedad y la herencia vienen del padre. Cada uno de los miembros del clan estamos predestinados a prestar determinados servicios; cada uno ha de ejercer su función. Una de ellas es la de yacer con Yubi y preñarla tanto como sea posible. ¿Qué os aleja de vuestros futuros súbditos, de aquellos que os respetan y os aman? ¿Qué ha hecho que dejéis de sentiros cazador, trabajador, viril?
Mientras Weatenga hablaba, Gikuyu, absorto en sus cavilaciones, iba tallando desmañadamente una extraña figura fálica de madera de ébano con su daga real. Sentado al lado de una hoguera para espantar a las fieras manoseaba su obra sin estar satisfecho. Tras un largo silencio -en el que sólo se oía el crepitar de las llamas de la lumbre, las risas histéricas de las hienas y los llantos lejanos de los bebés de la aldea- el futuro monarca habló como si no hubiera atendido a sus palabras anteriores.
-Tu que eres viejo, que sabes todas las historias de nuestro pueblo, que conoces todos los senderos, los mejores sitios para cazar, los manantiales subterráneos de agua más pura y fresca, las plantas más beneficiosas, las armas más eficaces para cada momento, que eres sabio y tienes contacto con los ancestros cuando las preguntas carecen de respuestas, que has conseguido que tu semilla arraigara en el vientre de tu esposa estación tras estación ¿traspasaste alguna vez la Bruma Azul y viste al hombre que mora en el Lago?
-¡Un hombre! -exclamó Weatanga.
-Sí. Es algo raro lo que me sucede, muy raro... -susurró Gikuyu-. Pensé que podría callar indefinidamente, pero no es posible. Ahora mi corazón arde y mi boca parece llena de tizones encendidos. No sé si tragarlos o escupirlos, si dejarlos que me consuman o apagarlos. ¡He de contártelo! -exclamó alzando la vista-. Tú, que eres sabio, podrás ayudarme a descubrir la magia que envuelve a esa criatura, a la que parece sólo puedo ver yo, pues nadie sabe su nombre, ni la ha contemplado, ni puede decirme de dónde viene ni a dónde va. He mandado mensajeros a los clanes cercanos sin resultado; he rogado a mi espíritu guía que me orientara, que me desvelara la verdad, que calmara mi inquietud, que volviera a ser el que era. El ha guardado silencio y solo me siento.
El viejo chaman-cazador, sin apartar la mirada de la lumbre, se sentó a los pies de su señor. Respiró hondo y se dispuso a escuchar. Vigiló fugazmente el ganado que mantenían en la llanura y que subirían al poblado durante la estación húmeda. Los enjambres de tábanos agotaban a las vacas y por ello las guardaban cerca de las casas para que estuvieran protegidas de las moscas por el humo y de los animales salvajes por cercas de espinos. Guardando unos momentos de silencio para aclarar sus ideas, el futuro jefe continuó con un tono de humildad desconocido hasta entonces:
-Desde el momento en que hice caso omiso de tus avisos -comenzó a contar con un suspiro-, traspasando la Bruma Azul y alcanzando la rivera del Lago Dorado, se embargó mi espíritu de un afán de soledad. No sabes de lo que hablo -afirmó con ojos chispeantes-, pues tu mirada no se ha posado en aquellos parajes. La Bruma Azul envuelve tu cuerpo, se desliza entre tus dedos, acaricia tus sentidos y los embelesa. Sientes que te encuentras en un lugar donde los dioses han consentido en parar el tiempo. Los pensamientos se vuelven a la vez confusos y acertados; una parte de ti se siente más viva y por otro lado cree agonizar. Alcanzando la orilla del Lago, descubres con sorpresa que sus aguas refulgentes son tranquilas como la sonrisa de un niño pequeño, mansas como los ojos de Yubi. No hay bestias que devoren a otras, ni existen alimañas que causen horror a la vista. El cielo parece más azul que en ningún lugar conocido hasta ahora, y las noches parecen iluminadas por hogueras infinitas que refulgen más que la Madre Luna. Las aves trinan durante el día y la noche con melodías nunca escuchadas, mas raramente se dejan ver, y cuando lo hacen descubres una belleza de plumaje casi incorpórea, deslumbrante, cegadora. Todo es bello, sin embargo causa dolor. Ignoraba que la belleza doliera…
El Lago parece susurrar historias de antepasados no conocidas por los Nuba, cantos a la lluvia, a la caza, a las cosechas, a la vida y a la muerte, al amor y al deseo que no comprendo. No sé que es lo que he sentido cuando me he sentado, solo y acongojado, a la rivera del Lago que encandilaba mis ojos. Todo allí es majestuoso, mas los sonidos desconocidos; los inefables rumores entristecen el ánima sin razón aparente. Todos dicen que estuve ausente muchos soles, mas para mí el tiempo paso raudo; aun ahora, dentro de mi amanece y anoche en unos instantes. Pero cierto es que las noches de mi espíritu se me antojan más largas y frecuentes. Quiero amaneceres.
El anciano escuchaba con la cabeza inclinada hacia un lado, prestando interés a todas y cada una de las palabras de Gikuyu. Había innumerables lagos, grandes y pequeños, que con distinta habilidad ofrecían sus aguas a los sedientos. Tan solo uno estaba vetado y ahora, de mano del príncipe parecía entender mejor los estragos que la desobediencia podía causar.
-Cuando corrí tras la cebra -prosiguió-, agradecí que se adentrara en la niebla pues desde púber albergaba un deseo: sentía la extraña llamada del Lago. Sí, quería admirarlo, saber si su agua era dulce o salada, si era menudo o de considerable extensión; buscar sus reflejos, buscar... no sé el qué, una locura. El día que me interné en la Bruma creí haber visto brillar entre ella algo admirable, ¡los ojos de un hombre! Tal vez fuera un reflejo del Lago que traspasara momentáneamente la neblina, tal vez fuera un brazo del Padre Sol... no sé… Creí ver una mirada que se fijó en la mía, una mirada que ardió en mis entrañas con un anhelo absurdo, imposible: encontrar un hombre con una mirada como aquella.
Con esa misión escondida en mi pecho he vuelto a quebrantar vuestros consejos acercándome una y otra vez hasta El Árbol que Avisa. Su tronco seco y ramas desnudas me susurraban siempre que regresara, que fuera cauto, que no me adentrara en aquel terreno prohibido. Incluso sus raíces hacían que mis pies tropezaran para contenerme, pero yo sacaba fuerzas y lograba zafarme de los miedos que intentaba inspirarme. He respetado las tradiciones como he podido, pero es para mí más importante descubrir mi verdad y no la heredada de nuestros antiguos.
Traspasada la Bruma, me creí atacado por una visión; una tarde descubrí, sentado en el lugar que yo solía ocupar, a un hermoso hombre de piel oscura, vestido como uno de nuestros dioses emergido de las aguas. Sus cabellos eran trenzados con complejos y delicados dibujos, su cuerpo estaba cubierto de intrincados y bellos dibujos a base de tierras coloreadas, sus manos me animaban a aproximarme, su mirada era como la que yo tenía esculpida en mi mente. Unos ojos de color imposible se posaron firmemente en mí haciéndome estremecer, unos ojos...
-¡Dorados! -completó Weatanga con acento de terror.
Gikuyu, atónito, le interrogó con una mezcla de nerviosismo y esperanza:
-¿Le has visto entonces? ¿Sabes quién es? ¿Cuál es su nombre? -preguntó esperanzado.
-¡Oh, no! -replicó el cazador- ¡Protéjanme los Dioses del Bien hacerlo! Su nombre está vetado, no se menciona, como si por ello no existiera. Pero mis abuelos, al prohibirme traspasar aquellos parajes, me explicaron en muchas ocasiones que el espíritu, demonio u hombre que mora en sus aguas tiene la mirada dorada. ¡Os ruego por lo que más respetéis en este mundo que no regreséis al Lago Dorado ni a sus cercanías! Un día u otro os alcanzará el mal de manera definitiva y pagaréis con la vida y con espíritu que ha de regresar con nuestros muertos el tabú que quebrantasteis.
-Por lo que más respeto, por lo que más deseo, por lo que más quiero -musitó el joven heredero con una tierna sonrisa-. No entiendo del todo porque he de pagar ese precio tan alto por explorar mi esencia, por adentrarme en lugares que otros temen. Si no pisan mis pisadas, si no me acompañan en mi camino poco pueden saber o juzgar. Alguien antes que yo debió de recorrer este sendero y contar lo que descubrió a los demás para que estuviera en la mente de todos pero en boca de nadie. Se sabe pero no se dice, se menciona pero no se explica. Lo que me agobia no es la búsqueda en sí, sino el no encontrar lo que busco; lo demás a nadie debe interesar.
-¡Sí, sí que importa! -suplicó el anciano-. Por vuestros padres, por vuestros súbditos futuros, por el Padre Sol y la Madre Luna, por las lágrimas que el cielo destinaria a Yubi, por las mías que os he educado y adiestrado desde niño. Si reincidís provocareis el rechazo del clan y de los dioses, perderéis todo lo que tenéis, incluso vuestra alma -insistió de nuevo.
-¿Sabes tú lo que más ansío en este mundo? -preguntó a Weatanga- ¿Sabes por lo que renunciaría a todo eso? Por una mirada, una sola mirada de sus ojos ¿Cómo podré abandonar la búsqueda si todo me la recuerda, si está presente en todo lo que hago y siento? Me siento esa mirada, en cierto modo soy esa mirada y necesito verme reflejado. ¡No sé lo que digo! Es difícil de explicar…
El anciano apartó la vista, abatido, musitando: -¡Hágase la voluntad de los espíritus!
Gikuyu sueña que estaba soñando. Intenta despertarse porque le duelen los brazos. Se despierta en su sueño pensando que Yubi está en la casa que estaba construyendo para ella y le estaba esperando. En la realidad le duelen los brazos a causa de la reciente lucha con brazaletes y por las contusiones infligidas por su hermano. Al intentar despertarse del sueño que está soñando se ve tal y como se había echado la siesta; pero a pesar de ser de día está muy oscuro.
En el sueño tiene los brazos aun más doloridos, como dormidos. Está desnudo e intenta buscar sus armas. La habitación se le presenta desordenada; en lugar de la estera tejida con hojas de palma se encuentran revueltas todas sus pertenecías. Siente que le llaman y acude deprisa, no sin antes cubrirse con el taparrabos para que no le vean desnudo: extraño comportamiento para él, para los orgullosos Nubas desnudos. Al salir ve a alguien de espaldas. La conversación continúa en el granero. En un principio piensa que es el chamán. Al verle mejor la cara descubre que es un desconocido de piel más oscura que la suya, con cabello rizado largo. Es arrogante y se no se avergonzaba de su desnudez. Eso le excitó como ningún hombre había hecho hasta el momento. El extraño le pregunta algo que no entiende bien y, entre una pose despectiva y comprensiva, le conduce agarrándole de la mano hasta la habitación destinada a la cocina. Hay algo más de luz. En silencio le señala las armas que está buscando, meticulosamente limpias y ordenadas por tamaños y tipos de lucha.
Yubi está afuera, a contraluz, sentada de espaldas. En un momento ella se ríe y le pide disculpas. Gikuyu le pregunta si necesita algo y ella le responde que no, que quiere dar palmas y bailar para llamar la atención de un hombre con ramitas de acacia con el que desposarse. El forastero se marcha, no sin antes percibir en él una mirada brillante, ¿tal vez dorada?
Se levanto con el alba, sigilosamente, esquivando hábilmente a los vigilantes semidormidos que velaban por la seguridad del poblacho. Avanzó lentamente y se encaminó hasta el Árbol que Avisa. Un impulso vago le incito al volverse y contemplar, como si fuera la primera vez, el lugar en el cual se había sentido seguro hasta el momento. La masa montañosa en medio de la estepa donde había nacido atraía la lluvia; pero más importante que la realidad de las lágrimas del cielo era el hecho de que el agua pudiera ser recogida por la gente. En las llanuras esos lloros divinos se recogían en charcas que se evaporaban con facilidad. Pero, en las colinas, la lluvia se podía encauzar por canales excavados y se concentraba en el fondo. Si cavaban podían obtener agua normalmente todo el año y poder así vivir en el poblado permanentemente, a diferencia de sus parientes de otras llanuras. Sabía que abandonaba la seguridad, un tipo de sed calmada por un deseo confuso pero firme de saciar otro tipo de necesidades. Las colinas habían demostrado ser una estupenda defensa natural contra los traficantes de esclavos y contra la cultura extranjera. Sus gentes se aferraban a las viejas tradiciones y no tenían el más mínimo contacto con el mundo exterior. La ¨gente de las colinas¨, los Nuba, se consideraban superiores a los demás. En gran modo lo eran aunque dispusieran de muchas lenguas diferentes. Sin embargo ninguna de ellas podía dar respuesta a sus inquietudes, a explicar la causa de desear ser contemplado por unos Ojos Dorados y ser embriagado por ellos hasta el punto de renunciar a todo.
Las aldeas y las casas se adaptaban al terreno y al clima, construidas con toda gama de materiales a su mano. Tiempo atrás, cuando los nubios se vieron atacados por las incursiones de los negreros árabes habían podido ocultar sus hogares en lo alto de las colinas por ser más inaccesibles. Ello les había permitido defenderse pero a costa de mayores dificultades para obtener agua, así como menores campos de cultivo cercanos al poblado. Añoraban los lagos, incluso el Lago dorado, fuente de reverencias y temores, de promesas de paraíso y de infierno, de encuentros entre lo divino y lo humano. Pero desde aquellos tiempos de incertidumbre vivían pacíficamente; podían usar la llanura dejando sus posesiones en las cumbres; podían usar la llanura para sembrar y las casas estaban más cerca de los pozos situados al pie de las colinas. Ya podían construir sus casas conforme a cada función del hogar: una para dormir, otra para cocinar y siempre, otra separada para almacenar el grano. Con todo ello, Gikuyu sentía que ni la casa de su padre, ni la que había estado edificando pare él y Yubi eran hogares. El buscarse a sí mismo, el buscar la Mirada Dorada implicaba encontrar un nuevo lugar al que llamar hogar.
Con el sol en lo alto divisó al Árbol que Avisa. Quiso esquivarlo, pero una parte de él le impulsaba a reverenciarlo como era tradición. Adorarlo era adorar a sus antepasados, sus raíces, de donde venia. Lo mismo sucedía con los animales; con el añadido, además, de que se les asociaba con la creencia de que los muertos se aparecían a los vivos, precisamente, en forma de animales. Gikuyu recordó aquella ocasión en el que creyó reconocer a su madre en una cría de jirafa y como se había conmovido ante su ausencia de temor hasta el punto de poder llegar a acariciarla. El culto a los muertos formaba parte de su vida, de la vida que dejaba atrás. Era obligatorio hacerles ofrendas. De este modo, la muerte que siempre era algo que no debía ni mencionarse ni mentarse pues, de lo contrario, podrían sobrevenir terribles castigos a los infractores de tales preceptos adquiría una importancia capital entre los componentes del que había sido su clan y su modo de comportarse. Cuando alguien moría, todos los demás abandonaban el lugar de marras, para que la desgracia no les alcanzara como al finado.
Ante él, ante el inmenso y solitario baobab alejado de sus hermanos del lejano Nilo Azul, se sintió pequeño, mortal. Tenía una altura superior a los treinta metros y por ello, entre otras cosas, recibía el nombre del Árbol que Avisa: era visible desde casi cualquier punto de la pradera y muy cercano al Lago Dorado. En la memoria del pueblo se aseguraba que su copa había sido redondeada, pero solo podían verse los troncos secundarios. Se cobijó en su sombra, sintiéndose protegido por las raíces de su pueblo. Toco su lisa corteza gris y advirtió que una de sus pequeñas ramas fibrosas había caído al suelo por la fuerza del viento. Nadie estaba de acuerdo de si era un árbol vivo o muerto; ninguno aseguraba haberle visto con hojas o flores, ni en la época de lluvias ni en la seca. Sorprendido, si advirtió que la rama que yacía a su lado contenía un fruto, un fruto con forma de baya seca. Era el primero que veía y pensó que era un presente de sus antepasados, un buen presagio para él. Con sus fuertes manos lo apresó, arrancó de la rama y apretó. Ciertamente era que los antepasados moraban en el, pues las semillas, numerosas y grandes tenían forma de riñones. La pulpa resultó ser de color crema, con una textura terrosa similar a las de las cenizas sagradas.
-Vengo a adorarte y ofrecerte mis respetos. Ofrenda digna no tengo más que yo mismo ante Ti -añadió con seriedad-. Abandono mis raíces para adentrarme en la Bruma Azul. ¿Cómo es que no meces tus ramas como en otras ocasiones, cual es la causa de que tus raíces no se enreden en mis pies? ¿Qué se supone que he de hacer con este extraño fruto tuyo caído de tus manos en forma de ramas? ¡Antepasados! ¿Qué he de hacer: comer esta pulpa terrosa como la ceniza con la que venero la vida o arrojarla al suelo? ¿Qué tipo de prueba es esta?
No hubo respuestas que interpretar, solo silencio.
-Pueblo mío, tragare esta pulpa como ofrenda a Ti, como acto de respeto y veneración. Así te llevare conmigo a donde valla.
Así lo hizo. Saboreo lentamente aquel prodigio que tenía entre sus manos con el ferviente deseo de estar haciendo lo correcto. Guardó las semillas en su morral como símbolo de aquel momento. A pesar de su extraño sabor se sintió embelesado, agradecido, relajado. Por primera vez en mucho tiempo se creyó como había sido hasta el momento de la caza de la cebra, pero no del todo. Su ardor, su decisión por encontrar la Mirada Dorada no había disminuido.
Trotó en línea recta hasta llegar a su meta sin percatarse que algunas de las semillas se habían perdido durante el camino.
Se adentro en la Bruma Azul. Era poderosa, era más Azul. La podía respirar, sentir en sus pulmones; la podía casi masticar, proporcionándole una textura indefinida y un sabor como panales de miel ahumados. Acariciado se sentía por ella, como si la humedad estuviera compuesta por miles de diminutas lenguas que le lamieran hasta en sus partes más intimas. Nunca experimentó eso con Yubi. Se sentía a acariciado, relamido y saboreado. Algunos babuinos le observaron sin demasiado interés. No se subían a los arboles y permanecieron en el suelo; de las mandíbulas de sus cabezas largas y finas no se asomaron sus largos dientes. No esperaba encontrarlos ahí, pues eran más propios de sabanas, semidesiertos o planicies rocosas. Según se adentraba veía más claramente y más admirado quedaba ante lo que descubría.
-¿De dónde vienes? ¿Cuál es tu nombre? ¿Cuál es tu raza? ¿Dónde moras? ¿Estás solo? –Llamó Gikuyu-. Acudo continuamente en tu busca, no veo huellas que te traigan hasta aquí, ni bellos esclavos desnudos que te sirvan y acompañen... Desvélame al fin el misterio que te envuelve como una noche cerrada. He descubierto que te amo. Príncipe o esclavo huido seré tuyo para siempre, me entregaré sin pensarlo, nunca me alejaré de ti. ¿Qué me has dado que aunque duerma no descanso, que aunque coma no me alimento, que a pesar de respirar siento que me ahogo? ¡Da un remedio a mis males!
El Lago Dorado apareció con todo su esplendor sobrepasando sus recuerdos, sus expectativas, las ilusiones tímidas que albergaba. ¡En sus márgenes bebía una cebra, su cebra!
-¿Estas viva o eres una aparición? Veo tus heridas restañadas, aquellas que yo te infringí. Han cicatrizado. No has sido devorada por los buitres tal como auguraba, aparentemente tu pezuña aprieta firmemente el suelo, tus ojos no muestran temor ni resentimiento. ¿Eres un espíritu que desea decirme algo? ¿Tienes algún mensaje para mí de quien busco? Si así es házmelo saber ya, pues mi esperanza teme haber sido alentada en vano por mi vanidad. No respondes; tal vez no me hayas personado del todo.
Las aguas del Lago resplandecieron, los pájaros cantaron, la Bruma se difuminó totalmente. La cebra se irguió sobre sus patas traseras, las articulaciones se trasformaron, las manchas blancas se convirtieron en negras y el pelaje desapareció. Con un palpitar indefinido encogía y crecía. Podía ver cómo tras aquella masa transparente los huesos cambiaban de forma, se creaban venas y arterias, se cambiaban órganos de lugar y se apretaban músculos ¿Comenzaba a trasformare en el ser buscado? ¡Sí!
De rodillas ante su enigmático amado, desesperado, deseaba que él se dignara a responder. Era hermoso, bello, musculosamente proporcionado como una talla de ébano realizada por el más diestro de los artesanos. Su rostro era como una caricia en sus dedos; sus labios eran grandes carnosos, apetecibles, promesa de mil placeres. Adornado con dientes de león, aros de color viento en los lóbulos, ropajes amarillos y encarnados que permitían entrever su miembro, parecía un personaje irreal. Recordó el falo de madera que había intentado tallar y que acaricio torpemente. Rayos de luz se colaron por entre las copas de arboles sin nombre reflejando entonces en sus ojos dorados el brillo del Padre Sol.
Gikuyu buscaba nuevas palabras, nuevas súplicas para conmover a su amado, pero sólo pudo al fin exhalar un suspiro, débil, herido, masticado con el aliento agonizante de una cría de gacela; como la temporada seca en la que los últimos restos de los que fueran ríos se evaporaran por la fuerza del calor.
-¡Callas! -gritó desesperadamente al no ver cumplida su esperanza- ¿Puedes oírme? He venido hasta aquí en busca tuya, de mi mismo. Necesito saber si me amas, si me deseas, si quieres fundir tu cuerpo con el mío. Deseo saber si eres un hombre...
-O un espíritu del mal… –añadió interrumpiéndole-. ¿Y si así fuera?
Gikuyu dudó unos momentos. Un escalofrío recorrió su cuerpo, mas hipnotizado por el brillo de su mirada, enamorado sin remedio, casi enloquecido, replicó con deje de pasión y deseo:
-Si así fuera aún te seguiría amando como ahora -afirmó-. Es imposible dejar de anhelarte, aún más allá del lugar donde no se retorna.
-Gikuyu, yo, Muubi, te amo; te deseo todavía más que tú a mí -le respondió el dios negro-. Yo me encarno bajo la apariencia humana, siendo espíritu del más allá del río de la vida, por estar a tu lado. Me he dejado herir por tu lanza y permitido que mi sangre fuera derramada por un mortal bajo la apariencia de un alimento, de una presa más. Mediante la niebla ya has sido besado, lamido, abrazado, incluso he entrado en ti. Te he poseído por dentro y por fuera y lo has sentido. ¿Aun quieres más? ¿Deseas una fusión más plena? Soy muchas cosas y nada, pero solo me encuentro. He tentado a muchos con los anhelos con los que has venido, pero el temor al Árbol que Avisa los ha detenido. Curiosa sensación sobre la cual no he podido hacer nada, ya que éste viejo solitario formaba parte de un gran bosque que ha desaparecido antes de que vosotros vinierais a vivir a sus cercanías. Queda uno donde un tiempo atrás hubo muchos: Yo. Durante generaciones he estado bajo esa forma, observando, esperando. Los demás baobas desaparecieron y me vi triste, sin hojas, sin flores y por lo tanto sin frutos. Bajo la forma de cebra me acerque a ti con la esperanza de que me siguieras. Tu voluntad ha conseguido que diera fruto, el que has comido.
Donde más soy yo es en el fondo del Lago Dorado, fluctuante, profundo y calmo como él, silencioso como él. No castigo al que traspasa la Bruma Azul y alcanza la rivera del Lago; antes bien premio con mi sumisa entrega a quien posee el valor de alterar la calma del lugar donde descanso, aprecio al que es diestro para alcanzar con atrevimiento lo que no comprende, lo que los demás temen. Algunos llegaron hasta aquí, pero no fueron capaces de entregarse totalmente. Algunos se quitaron la vida, otros intentaron regresar a sus orígenes, pocos se atrevieron a yacer conmigo.
Absorto ante la visión de su hermosura, subyugado por una fuerza misteriosa, Gikuyu se acercaba paso a paso al borde de la orilla donde se encontraba Muubi. Sus plantas sentían las cálidas, serenas e intermitentes aguas. La talla ebanácea de ojos dorados prosiguió:
-¿Eres capaz de ver el fondo del Lago, las largas plantas que oscilan en sus aguas? Ellas nos proporcionarán un lecho tranquilo y sosegado donde podamos entregarnos, los peces nos besaran limpiando nuestra piel y yo te haré feliz; te daré la paz que deseas, aplacaré el ardor de tus entrañas y tus ingles, saciaré tus labios. Y tú, hijo de los Nuba, harás lo mismo por mí. Seré tuyo, serás mío; seremos nuestros. Sígueme. Este es lugar que buscabas, aquí está el hogar que ansiabas, yo soy las preguntas y respuestas que atenazaban tu ser. La Bruma Azul nos envuelve, nos acaricia, nos prepara. Las ondas nos llaman entre susurros...Ahora soy yo el que respuestas necesita, el que espera, el que te desea de una manera que nunca has conocido ni conocerás.
Las Hogueras del Cielo comenzaron a competir con la Madre Luna. Su reflejo empezaba a rilar sobre la superficie del Lago surgiendo matices nuevos y refulgentes con serenidades prometidas, con susurros cantarines. Gikuyu sintió embelesado como la presión en su pecho disminuía.
Unos ojos dorados indicaban con su fulgor el camino a recorrer.
-Sígueme... Alcánzame... -sus palabras eran como un hechizo, como un ruego-. Alcánzame... Sígueme… -como una oración esperanzada-.
Y el varón oscuro como la noche comenzó a sumergirse en las aguas con dulce sonrisa, tendiéndole sus brazos.
¡SUS BRAZOS!
Gikuyu le siguió. El agua era a veces cálida, a veces fresca; relajaba o estimulaba. Primero la sintió en sus pies, luego en las pantorrillas. Adentrándose más sintió tal ardor en las ingles que pensó que nada le podría aliviar. Se situó frente a la Mirada Dorada y la abrazó; acercaron sus bocas formándose un mismo suspiro, apretaron sus pechos hasta lograr uno solo; el roce mutuo de sus miembros fueron brasas incombustibles que prometían lo divino. Fue como si todas las Hermanas Estrellas brillaran a la vez estallando con la fuerza del Padre Sol.
Entonces sintió un tacto cálido desde sus nalgas hasta la nuca, un hervor en la sangre que ni la más estimulante de las cazas le había proporcionado. Un cálido sabor a la pulpa del fruto del baoba se deslizo en sus lenguas deseando comer más; paladear lentamente y a la vez con ansiedad. Entre sus piernas sintió la rama erguida, dura, palpitante del ser que era todo contra la suya; que se manifestaba bajo aquellas formas impensables: cebra, árbol, bruma, dios, hombre, agua, dorado…
Las algas los envolvieron entrelazando sus cuerpos provocando un sisear casi imperceptible, mezcla de agonía y de placer, de quejido y de suspiro. Cerrando los ojos Gikuyu se dejo llevar. Nada existía salvo ese momento. No había pasado, no había futuro: solo presente. Las aguas desprendieron haces aun más brillantes, reflejaron arcoíris, burbujearon por el ardor de los amantes durante las varias lunas que duro el orgasmo; las aguas ocultaron sus cuerpos, recuperando su serenidad de siempre como si nunca hubieran sido despertadas, como si de nada hubieran sido testigos.
Permanecieron en desfallecimiento para periódicamente refulgir en una renovada y cada vez más intensa cantidad de Azul, de Dorado. Eso a nadie le debía de importar.
Las semillas que perdiera Gikuyu desde el solitario Árbol que Avisa hasta el Lago arraigarían en tierra fértil para indicar un nuevo sentido a aquellos que se aventuraran a dar una visión distinta a las nuevas tradiciones. El Árbol que Avisa indicaría en adelante el camino nuevo hacia el propio conocimiento con pequeños brotes verdes que terminaran siendo arboles fuertes y duros, visibles desde la lejanía para que otros consiguieran su propia bruma azul y ojos dorados.