Esta relato es mi colaboración al programa de radio "Leyendo hasta el Amanecer"
LEYENDO HASTA EL AMANECER
El día amaneció gris, ausente de sol
y enmascarado bajo una niebla espesa y mansa. Milagros desayunaba temprano y
sola. Desvelada, angustiada, ansiosa y entre brotes de llanto amargo había
estado leyendo hasta el amanecer en un intento de distraerse, de concertar su
dispersa mente llena de desazón y miedo. En los momentos en los que se permitió
concentrarse, por tercera noche insomne consecutiva, había logrado algo de paz.
Mordió una magdalena de manera
mecánica, con desgana llena de nausea a causa del estomago cerrado por los
nervios y acabó de beber su café justo en el momento en el que algunos huéspedes irrumpían en el comedor. A las risas y comentarios de cierto tono picante y
burdo se dijo que un paseo le sentaría bien y abandonó la gran casa rural en la
que se hospedaban.
Muy abrigada, caminando deprisa llegó
hasta la calle principal, la única vía asfaltada del pueblo, que intentaba
sobrevivir mediante el turismo rural; agradeció pisar al fin terreno uniforme,
urbanita… Al pronto se sentó en el saliente de una casa y se masajeó las
plantas doloridas por el suelo empedrado de los años cincuenta, que hacía que
los pies se torcieran constantemente, convirtiendo el andar en una lucha por
mantener el equilibrio cuan fonanbulista inseguro.
Ocupada en esa tarea contempló la
arteria principal de la villa que se abría un poco más a la izquierda formando
una plaza repleta de tipismo, conservada sin apreciables variaciones desde
hacía varios cientos de años y que ahora era utilizada como reclamo turístico.
Allí había llegado con tres amigos
más hacía cosa de una semana, con el fin compartido de gozar de itinerarios que
se anunciaban inigualables y poco explotados, casi salvajes con el propósito de
distraerlos, cabalgar, relajarse, investigar, hacer senderismo…
Los dos únicos bares estaban cerrados
y tuvo que esperar aterida de frio más de media hora para que uno de ellos
abriera. Fue, sin embargo, una vana espera porque el bar no tenía teléfono;
debía aguardar a que abriera el otro establecimiento y, aunque no le convenía,
decidió tomar otro café para entrar en calor siendo consciente de que ya nada
le pondría más nerviosa de lo que se encontraba. Aún sabiendo la inutilidad de
su gesto comprobó de nuevo si su móvil tenía cobertura con el mismo desesperante
resultado negativo. Aquella zona montañosa tenía sus caprichosas lagunas para
la telefonía móvil convirtiendo en imprescindible aquello que parecía haber
sido desechado para siempre: el teléfono fijo.
Todas las aplicaciones de los llamados móviles inteligentes existían…
El camarero, un hombre avejentado
prematuramente por el clima y cuya lentitud se acentuaba a los ojos inquietos
de Milagros, puso en funcionamiento el antiguo aparato de radio. Ella miraba
reiteradamente el reloj de su muñeca, lamentándose impotente del perezoso
transcurrir del tiempo. Su ensimismamiento se rompió al oír que el locutor se refería
al pueblecillo en el que ella se encontraba y que hablaba con voz neutra de
emoción de tres personas perdidas en la montaña, comentando que la búsqueda se
estaba dificultando por la gran nevada que caía en su cima desde la noche
anterior. Milagros miró a través de la ventana la cumbre nevada que sus amigos
se habían animado a transitar antes de que el imprevisto cambio de tiempo se
los tragara. Ella se había negado a acompañarlos alegando que había olvidado el
calzado adecuado, lo cual era cierto Al bajar la vista posó sus ojos ante un
cierre metálico que se deslizaba; el otro bar abría.
Entró en el local como si hubiera
llegado al único oasis del desierto y sin poder controlar su alegría se dirigió
a saltos al aparato telefónico. El regocijo fue disminuyendo a medida que se
sucedían las llamadas. En tres intentos consecutivos la línea comunicaba, en
otra le respondió una voz femenina gravada que le invitaba a esperar o escoger
opciones numéricas que no le servían para su caso. Luego volvió a comunicar
reiteradamente. Desistió.
Los periodistas y cámaras desplazados
hasta el lugar de la noticia irrumpieron en grupo. Por un momento estuvo
tentada a acercarse y preguntar si sabían algo. Recapacitó, pues posiblemente
fuera ella la interrogada y acosada por preguntas insulsas y programadas para
casi todo tipo de ocasiones: ¿Cómo se encuentra? ¿Mantiene la esperanza? ¿Cuál
es su relación con los desaparecidos?... Aturdida y fastidiada se escabullo
abandonando el bar dejando un billete de cinco euros en la barra sin esperar el
cambio. No quería admitir ante sus compañeros que se había rendido al
desaliento, que se había pasado las noches de angustia leyendo hasta el
amanecer para negar la posibilidad de la inminente comunicación de que habían
encontrado sus cuerpos sin vida.
Frente a los bares estaba la iglesia,
cuya puerta entornada le invitaba a entrar, ofreciéndole la seguridad de la
isla firme en el mar embravecido. Al menos podría esconderse de la prensa
durante un rato. La agnóstica se introdujo en la fría nave y sentándose en uno
de los bancos más próximos al altar sucumbió al llanto, escondiendo el rostro
entre las manos, sin poder dominar su cuerpo tenso y agarrotado por los
nervios, sacudido ahora por convulsiones y estremecimientos de zozobra.
No pudo detenerse siquiera cuando
alguien se sentó a su lado y le pasó el brazo por los hombros, intentando con
suaves palmaditas calmar su aflicción. Asomando la cara fuera de sus manos, Milagros
vio que una mujer de mediana edad con una leve sonrisa y una mirada rebosante
de serenidad y entereza le contagiaba de tranquilidad. No hubo palabras pero
ella sintió que la comunicación entre ambas era perfecta y que aquellos
instantes sirvieron para que descargara sus preocupaciones.
Una voz viril interrumpió aquella
escena:
-¡Madre, los han encontrado! ¡Están
vivos!
La mujer se levantó inmediatamente y
siguió al muchacho. Desde la puerta se volvió a Milagros y mirándola una vez
más desapareció. Ella lloró ahora suavemente, mientras una alegría y una calma
extrañas se apoderaban de su cuerpo, de su alma, relajando sus músculos y, poco
a poco, agotando el caudal de sus lágrimas.
A las pocas horas, en los bares
abarrotados se daba oficialmente la noticia. Sus amigos perdidos habían
encontrado un abandonado puesto forestal aún en pie donde refugiarse. Heridos,
cansados, con miedo, hambrientos, con tan solo sus linternas preventivas habían
pasando las noches al resguardo, apretados, abrazados dándose calor mutuamente;
leyendo hasta el amanecer un libro de hojas quebradizas olvidado decenios atrás.
Cada uno de ellos estuvo leyendo hasta el amanecer para los otros, por turnos…
para permanecer despiertos y que el sueño de la muerte no se apoderara de ellos
mientras dormían; para asustar al miedo, para que su llanto no congelara sus
mejillas, para centrarse en la esperanza que acorta las horas. Cada uno había
volcado su propia emoción, entonación, sentimiento logrando un crisol desde un
mismo punto de partida.
Milagros sonrió al darse cuenta que,
durante aquellas noches en vela, había estado mucho más cerca de sus amigos de
lo que había esperado; que no les había fallado.
Os recomiendo escuchar, si aún no o habéis hecho, el programa radiofónico "Leyendo hasta el Amanecer", donde también podréis tener acceso a los programas anteriores:
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Me ha gustado mucho tu relato y como has dado con el punto de unión de la trama. Tengo algunas dificultades para acceder al programa de radio, pero supongo que es normal.
ResponderEliminarTranquilo, suele ser normal los primeros días.
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