viernes, 15 de noviembre de 2013

LEYENDO HASTA EL AMANECER. POR DAVID M. VILLA MARTÍNEZ




Esta relato es mi colaboración al programa de radio "Leyendo hasta el Amanecer"

 LEYENDO HASTA EL AMANECER

El día amaneció gris, ausente de sol y enmascarado bajo una niebla espesa y mansa. Milagros desayunaba temprano y sola. Desvelada, angustiada, ansiosa y entre brotes de llanto amargo había estado leyendo hasta el amanecer en un intento de distraerse, de concertar su dispersa mente llena de desazón y miedo. En los momentos en los que se permitió concentrarse, por tercera noche insomne consecutiva, había logrado algo de paz.

Mordió una magdalena de manera mecánica, con desgana llena de nausea a causa del estomago cerrado por los nervios y acabó de beber su café justo en el momento en el que algunos huéspedes irrumpían en el comedor. A las risas y comentarios de cierto tono picante y burdo se dijo que un paseo le sentaría bien y abandonó la gran casa rural en la que se hospedaban.

Muy abrigada, caminando deprisa llegó hasta la calle principal, la única vía asfaltada del pueblo, que intentaba sobrevivir mediante el turismo rural; agradeció pisar al fin terreno uniforme, urbanita… Al pronto se sentó en el saliente de una casa y se masajeó las plantas doloridas por el suelo empedrado de los años cincuenta, que hacía que los pies se torcieran constantemente, convirtiendo el andar en una lucha por mantener el equilibrio cuan fonanbulista inseguro.

Ocupada en esa tarea contempló la arteria principal de la villa que se abría un poco más a la izquierda formando una plaza repleta de tipismo, conservada sin apreciables variaciones desde hacía varios cientos de años y que ahora era utilizada como reclamo turístico.

Allí había llegado con tres amigos más hacía cosa de una semana, con el fin compartido de gozar de itinerarios que se anunciaban inigualables y poco explotados, casi salvajes con el propósito de distraerlos, cabalgar, relajarse, investigar, hacer senderismo…

Los dos únicos bares estaban cerrados y tuvo que esperar aterida de frio más de media hora para que uno de ellos abriera. Fue, sin embargo, una vana espera porque el bar no tenía teléfono; debía aguardar a que abriera el otro establecimiento y, aunque no le convenía, decidió tomar otro café para entrar en calor siendo consciente de que ya nada le pondría más nerviosa de lo que se encontraba. Aún sabiendo la inutilidad de su gesto comprobó de nuevo si su móvil tenía cobertura con el mismo desesperante resultado negativo. Aquella zona montañosa tenía sus caprichosas lagunas para la telefonía móvil convirtiendo en imprescindible aquello que parecía haber sido desechado para siempre: el teléfono fijo.  Todas las aplicaciones de los llamados móviles inteligentes existían…

El camarero, un hombre avejentado prematuramente por el clima y cuya lentitud se acentuaba a los ojos inquietos de Milagros, puso en funcionamiento el antiguo aparato de radio. Ella miraba reiteradamente el reloj de su muñeca, lamentándose impotente del perezoso transcurrir del tiempo. Su ensimismamiento se rompió al oír que el locutor se refería al pueblecillo en el que ella se encontraba y que hablaba con voz neutra de emoción de tres personas perdidas en la montaña, comentando que la búsqueda se estaba dificultando por la gran nevada que caía en su cima desde la noche anterior. Milagros miró a través de la ventana la cumbre nevada que sus amigos se habían animado a transitar antes de que el imprevisto cambio de tiempo se los tragara. Ella se había negado a acompañarlos alegando que había olvidado el calzado adecuado, lo cual era cierto Al bajar la vista posó sus ojos ante un cierre metálico que se deslizaba; el otro bar abría.

Entró en el local como si hubiera llegado al único oasis del desierto y sin poder controlar su alegría se dirigió a saltos al aparato telefónico. El regocijo fue disminuyendo a medida que se sucedían las llamadas. En tres intentos consecutivos la línea comunicaba, en otra le respondió una voz femenina gravada que le invitaba a esperar o escoger opciones numéricas que no le servían para su caso. Luego volvió a comunicar reiteradamente. Desistió.

Los periodistas y cámaras desplazados hasta el lugar de la noticia irrumpieron en grupo. Por un momento estuvo tentada a acercarse y preguntar si sabían algo. Recapacitó, pues posiblemente fuera ella la interrogada y acosada por preguntas insulsas y programadas para casi todo tipo de ocasiones: ¿Cómo se encuentra? ¿Mantiene la esperanza? ¿Cuál es su relación con los desaparecidos?... Aturdida y fastidiada se escabullo abandonando el bar dejando un billete de cinco euros en la barra sin esperar el cambio. No quería admitir ante sus compañeros que se había rendido al desaliento, que se había pasado las noches de angustia leyendo hasta el amanecer para negar la posibilidad de la inminente comunicación de que habían encontrado sus cuerpos sin vida.

Frente a los bares estaba la iglesia, cuya puerta entornada le invitaba a entrar, ofreciéndole la seguridad de la isla firme en el mar embravecido. Al menos podría esconderse de la prensa durante un rato. La agnóstica se introdujo en la fría nave y sentándose en uno de los bancos más próximos al altar sucumbió al llanto, escondiendo el rostro entre las manos, sin poder dominar su cuerpo tenso y agarrotado por los nervios, sacudido ahora por convulsiones y estremecimientos de zozobra.
No pudo detenerse siquiera cuando alguien se sentó a su lado y le pasó el brazo por los hombros, intentando con suaves palmaditas calmar su aflicción. Asomando la cara fuera de sus manos, Milagros vio que una mujer de mediana edad con una leve sonrisa y una mirada rebosante de serenidad y entereza le contagiaba de tranquilidad. No hubo palabras pero ella sintió que la comunicación entre ambas era perfecta y que aquellos instantes sirvieron para que descargara sus preocupaciones.
Una voz viril interrumpió aquella escena:

-¡Madre, los han encontrado! ¡Están vivos!

La mujer se levantó inmediatamente y siguió al muchacho. Desde la puerta se volvió a Milagros y mirándola una vez más desapareció. Ella lloró ahora suavemente, mientras una alegría y una calma extrañas se apoderaban de su cuerpo, de su alma, relajando sus músculos y, poco a poco, agotando el caudal de sus lágrimas.

A las pocas horas, en los bares abarrotados se daba oficialmente la noticia. Sus amigos perdidos habían encontrado un abandonado puesto forestal aún en pie donde refugiarse. Heridos, cansados, con miedo, hambrientos, con tan solo sus linternas preventivas habían pasando las noches al resguardo, apretados, abrazados dándose calor mutuamente; leyendo hasta el amanecer un libro de hojas quebradizas olvidado decenios atrás. Cada uno de ellos estuvo leyendo hasta el amanecer para los otros, por turnos… para permanecer despiertos y que el sueño de la muerte no se apoderara de ellos mientras dormían; para asustar al miedo, para que su llanto no congelara sus mejillas, para centrarse en la esperanza que acorta las horas. Cada uno había volcado su propia emoción, entonación, sentimiento logrando un crisol desde un mismo punto de partida.


Milagros sonrió al darse cuenta que, durante aquellas noches en vela, había estado mucho más cerca de sus amigos de lo que había esperado; que no les había fallado. 


Os recomiendo escuchar, si aún no o habéis hecho, el programa radiofónico "Leyendo hasta el Amanecer", donde también podréis tener acceso a los programas anteriores:



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2 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho tu relato y como has dado con el punto de unión de la trama. Tengo algunas dificultades para acceder al programa de radio, pero supongo que es normal.

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