martes, 18 de febrero de 2014

LAS NOCHES EN VELA. POR DAVID M. VILLA MARTÍNEZ.




 En ocasiones la vida nos pone a prueba,dejamos de queremos y olvidamos que disponemos de las fuerzas del universo para recuperar la fe y la esperanza.



LAS NOCHES EN VELA



El ascensor -nuevamente estropeado ante la dejadez del presidente de la comunidad de vecinos en llamar al técnico- obliga a Mercedes, en una escalada que se le antoja faraónica, a ascender a pie los altos escalones que la conducirán a su acogedor ático, su refugio. 


Lo que antaño fuera una leve escalada en otras circunstancias, se convierte ahora en un supremo esfuerzo y Mercedes, exhausta por la suma demasiado lenta de peldaños y descansillos, logra llegar ante la puerta de su hogar e introduce la llave en la cerradura, percibiendo en su mano el tenue temblor por el esfuerzo, que aun no ha conseguido controlar totalmente. Jadea, transpira… 

Ya dentro, con el último forcejeo de sus brazos inquietos, cuelga el abrigo en un perchero repleto de chaquetas y sombreros. Allí queda también colgada su última sonrisa, aquella que aún le causa el recuerdo de sus amigos, un fugaz y lejano islote entre el embravecido mar de sus temores. Sabe que están cerca pero ella, en ocasiones, los siente lejos. 

Camina al salón; nuevamente descubre en el espejo que hay en el pasillo, como si fuera la primera vez, a la triste y seria desconocida que la mira en una silenciosa suplica desesperada. No se reconoce, la imagen que se refleja no es la que de ella misma tenía tan solo unos meses atrás. No se quiere, no se acepta. 

Perdida en el laberinto de sus pensamientos, se aproxima al sofá, y desde él, sentada en la áspera soledad, toma el mando a distancia y enciende mecánicamente el televisor de plasma. Una reposición de una obra de teatro se desarrolla en el interior de los márgenes de la caja; también en los límites de las paredes de su casa, porque Mercedes, interpretando la vida, se cubre, a intervalos apenas separados por una corta bajada de telón, con mascaras variadas que rigen la escena, la risa y el llanto, sin que pueda distinguir cual de las dos es su autentico rostro: Tragedia o comedia griegas. 

Las imágenes se suceden inútilmente, incapaces de evitar que Mercedes abandone el salón, silencie el aparato y encamine sus pasos hacia el dormitorio. Allí intenta camuflarse en la oscuridad y el vacio como si fuera un camaleón. Reza para que el día, como un bálsamo de esperanzas pleno de posibilidades, la sorprenda pronto y sin interrupciones. Se arropa, se abraza así misma intentando calentarse, tanto por fuera como por dentro. La escarcha interior es aún más intensa y no es aplacada. 

No ha pasado una hora y Mercedes ha deshecho la cama con sus bruscos cambios de postura, está inquieta como un caballo aterrorizado ante la probabilidad de que se acerque desde el horizonte la tormenta cargada de los negros nubarrones del insomnio; una noche más sin dormir. 

Resignada, se levanta y recompone las sábanas, mientras piensa que al extirparle la enfermedad a falta de los resultados finales, tal vez le arrancaron con ella el pasaporte al país del olvido, el liberador abandono de los sueños. Está cansada de pruebas, ingresos, batas blancas y diagnósticos. 

Sus ojos, habituados a la negra espesura que la rodea, atisba el ventanal desde la cama. Se acerca y descorre los cortinajes que la separan del cielo, limpio de nubes y sembrado de estrellas. Esta noche la luna, en su generosidad de siete días, ha cedido el protagonismo a millones de puntos luminosos que compiten en guiños y parpadeos incansables. 

Mercedes se acuesta de nuevo; esta vez en el suelo, contemplando la porción de firmamento que muy lentamente, se desliza en un eterno movimiento circular. Impulsada por algo indefinido, cierra los ojos tras contemplar es destello huidizo de una estrella fugaz y pide un deseo. Cuando los abre de nuevo, se de cuenta de que tiene las manos apretadas hasta el punto de que sus uñas se clavan en sus palmas; entonces se relaja estirando los brazos al aire como si con ellos quisiera abrazar el universo entero, recibir su energía. 

De improviso, una corriente fría, grata, purificadora la rodea en un contacto delicado y entonces Mercedes, bajo el éxtasis de lo imposible, siente que su deseo acaba de hacerse realidad en una presencia imprecisa y consoladora que la acaricia, la sostiene en un maternal abrazo casi extraviado en la memoria y añorado en tantas ocasiones; la aparta del turbio presente, preservándola de los riesgos del futuro y los médicos con sus sentencias y que en un clamor de voluntad, fuerza y alegría la engendrará por segunda vez. Sabe que al día siguiente el espejo le devolverá otra imagen más cercana y que tendrá que seguir trabajando en ello. 

Finalmente, calmado el espíritu, la vela hace acto de presencia, mientras un letargo tranquilo y reparador la hunde en la deseada inconsciencia reparadora.

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